Pocos símbolos identificaban tanto a un noble como el escudo de armas que ostentaban sus mansiones, sepulcros, armaduras u objetos personales. Concebida en el pasado como un saber especializado y propio de eruditos, la heráldica aparece indisolublemente unida con la vida de la nobleza desde muy antiguo, conjugando con asombrosa perfección una gran variedad de significados, simbologías y mensajes cuyo común denominador era el deseo de perpetuar en la memoria colectiva la notoriedad de un linaje con el ánimo de que fuera imperecedero.
Durante siglos, la heráldica ha estado presente en la vida cotidiana de los nobles como un elemento de identificación que glorificaba hazañas, encumbraba familias y reforzaba vanidades. Gran parte de las facetas que integraban y enriquecían la cultura nobiliaria no pueden ser entendidas sin tener en cuenta el peso del blasón como eje vertebrador de todas las manifestaciones caballerescas, lúdicas y pedagógicas que entrañaba el culto a la guerra y a la historia de una familia. En su imagen cristalizaban no solo prestigio y fama, sino también un conjunto de saberes jurídicamente ordenados que contribuyeron a dotar a la heráldica de una lógica interna y de una fascinación intelectual de primer orden.
Testigos del pasado proyectados como resortes culturales hacia el futuro, el conjunto de documentos que se pueden contemplar en esta exposición rinden homenaje a la ciencia del blasón, una disciplina que, a pesar del transcurso del tiempo y de las tendencias impuestas por las corrientes culturales, continúa siendo un referente indiscutible en la actualidad.
La heráldica hunde sus raíces en la antigüedad clásica y se vincula con la guerra y la exhibición de escudos con figuras mitológicas, con las que se mostraba la fuerza del guerrero. Estos símbolos y su representación en piedra, madera u otros materiales se retomaron durante el Medievo tanto en las Cruzadas como en las justas y torneos. Con el tiempo, los escudos se convirtieron en emblemas de la nobleza e imagen de su poder en el mundo feudal, siendo una carta de presentación de la pujanza de las familias nobles.
En la Península Ibérica, el uso de escudos cobró importancia desde el siglo XI en las luchas entre cristianos y musulmanes, como medio de reconocimiento de aliados de varios reinos, linajes u órdenes militares. Sin perder esta función, la heráldica se extendió como enseña entre los no combatientes, desde el rey al artesano, pasando por los magnates y damas, los eclesiásticos y las minorías socio-religiosas. Los escudos de la nobleza evolucionaron desde una gran sencillez y alcanzaron su máxima complejidad a partir del siglo XVI gracias a los matrimonios y a la agregación de mayorazgos. En el XVII y XVIII, bajo influencia francesa, los escudos se convirtieron en un factor más de distinción social y acceso a la nobleza, llegando a ser transmisores de hazañas y leyendas familiares, así como testigos del poder y fama de sus propietarios. No en vano, el ocaso del Antiguo Régimen hizo que la alta burguesía aspirase a un título y algún escudo como refrendo de su ascenso socio-económico, de modo que la nueva nobleza financiera no dudó en colocar sus armas en objetos suntuarios y tarjetas de visita.
Según la mitología, Júpiter fue el primer dios-guerrero que adoptó un emblema cuando un águila se posó sobre su escudo antes de la batalla. La historia dice que los papas y reyes otorgaron blasones a sus súbditos, en virtud de su derecho a recompensarlos con mercedes. Era un modo de singularizar a su estirpe y crear unos linajes fieles a la Corona. A lo largo de los siglos, las principales familias de cada reino fundaron mayorazgos, de modo que se identificaron con unas divisas que glosaban su origen y pasado heroico, y que fueron heredadas por sus descendientes.
En la Castilla bajomedieval, estas gracias se materializaron en privilegios rodados donde se dibujaba el escudo y se justificaba con el auxilium o el consilium del vasallo, aparejado a la concesión de un título. Durante la Modernidad se despacharon licencias para usar escudos, permitiendo incorporar elementos como coronas y banderas. La heráldica proliferó en los espacios simbólicos y sagrados dedicados a la memoria. Las insignias solían plasmarse en edificios, sepulcros y reposteros, pero podían ser retiradas si el blasonado traicionaba al rey, como ocurrió durante la Guerra civil Trastámara, en las Comunidades de Castilla o de la Guerra de Sucesión española.
A partir del siglo XVII, existieron tanto títulos como escudos comprados de manera encubierta. Aunque en principio no tuvieron tanto prestigio como los conseguidos por méritos personales o familiares, el paso del tiempo hizo que se fueran asemejando a estos en calidad. Actualmente, la concesión o recuperación de blasones y banderas está reglamentada por la legislación, e incluso se siguen generando escudos de asociaciones culturales o clubes deportivos, y algunas empresas eligen como marca un blasón.
De raíces bíblicas y basado en la profecía de Isaías, que vinculó el nacimiento de Jesús a la estirpe regia de la Casa de David, el árbol de Jesé fue inspirador de la genealogía en Europa Occidental. Esta disciplina fue empleada para diferenciar las clases sociales y demostrar la pertenencia al estamento privilegiado, que suponía exenciones fiscales y acceso a cargos honoríficos.
En los reinos peninsulares, la obsesión por demostrar la pureza de la sangre para el ingreso en ciertas instituciones religiosas y civiles originó la composición de documentos genealógicos, muchos de ellos dispuestos en forma de árbol, para la exhibición de la nobleza de los linajes. En estas representaciones se mostraba una parte de los antepasados de un individuo y se esquematizaba la genealogía de una persona para mantener en la memoria colectiva los miembros de su linaje. Los árboles pueden exponer una o varias líneas de descendencia, con la inclusión de mayorazgos y títulos, matrimonios, la pertenencia al clero y las ramas colaterales. La estructura de los árboles puede ser ascendente o descendente, pudiendo ser representados en posición horizontal o vertical, al adoptar forma de árbol o de abanico.
Desde el siglo XVI, las genealogías tendieron a hacer uso de una gran variedad de colores y técnicas. Los ornamentos alcanzaron un gran desarrollo, con la representación de árboles de cuyos troncos arrancan varias ramas que van dividiéndose a medida que se avanza en las generaciones. En ocasiones, el tronco puede nacer de las entrañas de un guerrero. También abunda la inclusión de escudos, la imagen idealizada de los ancestros, los motivos florales con animales mitológicos, los grados de nobleza con la inserción de diferentes coronas, cartelas, divisas y emblemas.
Las encuadernaciones heráldicas poseen como elemento decorativo central un escudo de armas, junto con motes, emblemas u otros elementos heráldicos. Blasones y bibliofilia se conjugaron a la perfección en un tiempo en que los libros daban prestigio a sus propietarios y empezaban a ocupar las estancias nobles de castillos y palacios. Siguiendo las costumbres de cada época, estas marcas de propiedad ennoblecieron los códices más preciados. Si durante el Renacimiento fueron raros los ejemplares ornamentados con tales motivos, en los siglos XVI y XVII comenzaron a aparecer escudos en el exterior de las encuadernaciones, a modo de superlibris estampados o bordados, o bien exlibris en papel en el interior de la cubierta, típicos de los reinos hispánicos. La dinastía borbónica importó de Francia la costumbre de marcar las tapas de los volúmenes con escudos personales, sublimando de este modo sus libros preferidos mediante una decoración específica.
El Archivo Histórico de la Nobleza atesora valiosos ejemplares que nos evocan el orgullo del linaje, la vida lujosa y la ostentación propia de la aristocracia. De este modo, antiguas obras de arte y emblemas parlantes embellecen sus anaqueles y permiten deleitarnos con la maestría de los artistas y artesanos que los trabajaron por encargo en sus talleres.
Los armoriales son repertorios de escudos de diversos linajes. Eran compilados desde la Edad Media y sus autores fueron reyes de armas interesados en los emblemas de señores y caballeros. Además de algunos casos tempranos, los primeros armoriales conocidos fueron obra del heraldo Berry, al servicio de Carlos VII de Francia (1422-1461), y del heraldo Sicilia, que destacó en la corte de Alfonso V de Aragón (1416-1458). Pese a la uniformidad de la representación heráldica, las corrientes artísticas determinaron la aparición de varios estilos nacionales en la Europa bajomedieval. En nuestro entorno, las representaciones mantuvieron su sencillez alejada de las formas centroeuropeas. En el siglo XV se introdujo en Cataluña, Navarra y Castilla la moda francesa y la confección de armoriales comenzó a despuntar.
El cese de la transmisión de las armerías, derivado de un menor uso de emblemas desde el siglo XVI, condujo a los artistas a ser más imaginativos. Los armoriales pasaron del rollo de pergamino al códice miniado. Aunque el Renacimiento ofrece aún testimonios de la heráldica medieval, los armoriales apuestan por la ornamentación, incluyendo a las ciudades, empeñadas en su ennoblecimiento con la representación de soberanos míticos como el Preste Juan. Esta tendencia aumentó durante el Barroco, con la abundancia de insignias y formas exageradas. La estética medieval recobró su impronta en los siglos contemporáneos, cuando los armoriales recuperaron tendencias naturalistas más sobrias.
Al final del Medievo, los reyes de armas despuntaron en la institucionalización de la heráldica. Se trataba de cronistas y funcionarios que tenían a su cargo el registro, la confección de los blasones y su certificación. Investigaban la genealogía de una familia y reunían pruebas para establecer la filiación y demostrar su nobleza. Además, recibían el encargo de anunciar la guerra o la paz, y asistían a los juramentos solemnes y a las ceremonias de unción, casamiento y exequias regias.
Las facultades y el acceso al oficio fueron configurándose desde el siglo XVI mediante disposiciones que pretendieron eliminar el uso indebido de escudos, los intentos de intrusión en los círculos nobiliarios y la falsificación de certificados de armas. Las atribuciones de estos funcionarios quedaron fijadas por el Ministerio de Gracia y Justicia en 1845, al señalar que debían conservar las genealogías de las familias nobles, certificar su origen y arreglar los blasones a las personas a quienes correspondía su uso. Tras la aprobación en 1915 del Reglamento del Cuerpo de Cronistas Reyes de Armas, se estipuló la necesidad de probar ciertas aptitudes ante un tribunal para acceder al oficio.
Los reyes de armas expedían certificaciones historiadas, genealógicas y heráldicas, que daban razón de la historia de los apellidos, la ascendencia del interesado y la explicación del escudo según las leyes heráldicas. Solían realizarse en papel timbrado con elementos decorativos. Incluían el escudo del beneficiario y desarrollaban su genealogía desde los antepasados más antiguos, prestando atención a la inclusión del linaje en los padrones de hidalgos, a los matrimonios y a las filiaciones de los portadores del apellido principal. Dada la importancia de estas piezas, se encuadernaban en materiales nobles como la piel, el pergamino o el terciopelo.
La ethos o identidad nobiliaria se fraguaba y retroalimentaba con cantares de gesta, romances épicos, crónicas caballerescas, apologías del linaje y toda una panoplia de halagos escritos en cartas de cortesía o poemas laudatorios. Las mejores plumas del reino (eruditos, universitarios, literatos, clérigos y servidores de las propias Casas nobles) se pusieron al servicio de la nobleza para glosar su supuesto origen heroico o su sangre real, la sucesión de generaciones que sirvieron a Dios y a sus soberanos, así como las virtudes que compendiaban los hombres y las mujeres de su estirpe, caracterizados por la valentía, la piedad, la devoción religiosa y la generosidad.
El fruto de esta política de perpetuación de la memoria de los linajes era su inserción en la propia historia del reino, de los monarcas o de las ciudades, para lo que se seleccionaba cuidadosamente aquello que se debía recordar u olvidar, e incluso inventar. Todo esfuerzo era poco para elogiar a las familias de poder y ensalzar su protagonismo en la historia común, lo que traía como contrapartida su protección o una recompensa económica.
Las denominadas paremias heroicas, que reforzaban el discurso de fama, también se plasmaron en divisas, empresas y emblemas. Las divisas regias fueron un eficaz instrumento para la renovación del sistema de representación del rey, permitiendo la configuración de clientelas políticas que apuntalaron su autoridad en una corte tradicionalmente dominada por los bandos aristocráticos. El uso de empresas por los reyes y magnates pretendía simbolizar una representación inequívoca de la pertenencia del noble al estamento caballeresco y su singularización dentro de su estirpe. La empresa se componía de dos elementos: el mote o lema, y la imagen. Los lemas o códigos de conducta eran frases cortas y sentencias clásicas escritas en latín o en lenguas vernáculas, que se solían colocar en la bordura del escudo, en el jefe o en la punta del blasón.
En justas, torneos y lances taurinos, los paladines se identificaban con epigramas y divisas particulares (jeroglíficos o enigmas, conocidos como empresas en el Renacimiento), emblemas generales (figuras simbólicas de animales, vegetales o muebles), máximas y alegorías ingeniosas de la hazaña que se pretendía alcanzar. Además, sus criados solían llevar libreas con los mismos escudos e insignias de sus señores. La emblemática tuvo tanto desarrollo que, en los siglos XVI y XVII, aparecieron libros monográficos sobre el tema, de la pluma de Andrea Alciati (Emblemata, Lyon, 1531), Girolamo Ruscelli (Le Imprese illustri, Venecia, 1566) o Juan de Horozco (Emblemas morales, Segovia, 1589).
Los acertijos y las insignias eran frecuentes en las mascaradas palaciegas, en las justas poéticas urbanas y hasta en las exequias y en los túmulos funerarios que pretendían evocar al agasajado. Algunos juegos cortesanos consistían en barajas de naipes destinadas a la aristocracia. En ellas se combinaban los palos tradicionales con los blasones de las Casas más importantes, o bien con la heráldica de las principales potencias europeas. Cada palo se sustituía por un grupo de escudos que representaban al emperador, los reyes, los príncipes, los nobles e incluso los prelados bajo la forma de lises (Francia), rosas (Italia), leones (España) y águilas (Sacro Imperio Germánico).
En la Francia de Luis XIV, el jesuita Claude François Ménestrier, historiador y heraldista, se empeñó en enseñar juegos honestos en la corte libertina del rey Sol. Ideó Le chemin de l´honneur. Jeu d´armoires (1672) dedicado al duque de Baviera, que se jugaba con dados. Según especificaba: “Este juego, que es una imitación del Juego de la Oca, para aprender el Blasón divirtiéndose, representa la mayor parte de las figuras que componen las armerías, con las marcas de honor de las principales dignidades de la Iglesia, de la toga y de la espada, que son las vías más habituales por las que se adquieren la nobleza y los blasones”.
Como consecuencia de la extensión de la iconografía heráldica y del honor, identificada como un código de la autoridad, la vanidad de nuestros antepasados y sus deseos de aparentar a menudo generaron conflictos con sus paisanos, o bien con instituciones u otros linajes, con quienes se disputaban prestigio y poder, acusándolos en ocasiones de usurpar honores ajenos.
Algunos vasallos borraban cuando podían los recuerdos de añejas humillaciones feudales o acudían a los tribunales reales para retirar escudos de consistorios y edificios públicos. Además, la Iglesia también podía prohibir su exhibición en los templos de culto, como se ha documentado en varias ciudades españolas como Bilbao. Abundaban bandos urbanos que menudeaban por las calles y producían alborotos que terminaban con escudos destrozados o vilipendiados. En otras ocasiones, los reposteros heráldicos eran disputados por varios miembros del linaje, y se encausaba a artistas por incumplir sus contratos. Todo ello, por no hablar de la gran cantidad de vidrieras y rejas con motivos heráldicos que fueron retiradas de templos y capillas funerarias, lo que se consideraba un ultraje injurioso por sus antiguos dueños.
En el siglo XIII la literatura épica se hizo eco de la cultura del blasón dando lugar a repertorios heráldicos. Ello condujo a la adopción de armas fabulosas por ciertos linajes, fenómeno amplificado por las novelas de caballería. Esta interrelación fue crucial en el mundo anglofrancés y originó un rico vocabulario. La genealogía vino a complementar los tratados heráldicos y ambas disciplinas se convirtieron en saberes eruditos, casi alquímicos, ya que podían transformar el plomo (el plebeyo) en oro (el noble). Por eso, solo a los iniciados se les permitía acceder a lugares como archivos, bibliotecas y criptas.
La heráldica evolucionó desde el siglo XIV con Bártolo Sassoferrato y su Tractatus de insigniis et armis (ca. 1350), primer texto jurídico del blasón, seguido por Honoré Bouvet en Arbre de batailles (1389). En el XV sobresalió en Aragón Jean Courtois, que codificó la labor del heraldo en Nouvelle manière de blasonner (1425). En Castilla, la tratadística despuntó con Diego Valera con Espejo de la verdadera nobleza (1441) y Juan Rodríguez del Padrón, sin olvidar a Ferrán Mexía y su Nobiliario (1492) y Pedro de Gratia Dei. En el Siglo de Oro se acuñaron las comedias de armas y linajes, cultivadas por Lope de Vega.
Al final del Antiguo Régimen, junto con el legado del genealogista Luis de Salazar y Castro, surgieron los primeros estudios heráldicos sobre aspectos formales, representados por Claude Ménestrier y Claude Le Laboureur. Este racionalismo, encarnado en España por José Avilés y su Ciencia heroica (1725), condujo a un divorcio con la Edad Media. Junto a este enfoque, se desarrolló otro histórico desde el XIX que abordó el origen y desarrollo de los blasones. Hoy en día, los estudios de armas se centran en perspectivas vinculadas al final del Medievo y la Modernidad.
El léxico y las reglas heráldicas se difundieron por toda Europa gracias a la aparición de los primeros tratados, como De heraudie (1341-1345), escrito en anglonormando, y la proliferación de heraldos en las cortes principescas. Fuera de la monarquía española, sin embargo, cada reino siguió una estética propia, dependiendo de sus avatares históricos y políticos, y sobre todo de las corrientes culturales.
En Portugal tuvieron mucha influencia las armerías inglesas, caracterizadas por vistosas cimeras y la costumbre de cuartelar los escudos e introducir lemas y divisas en las borduras. Los blasones de Francia e Inglaterra fueron similares, por influjo de la Guerra de los Cien Años, destacando especialmente por sus brisuras y múltiples esmaltes; además, su heráldica recurre con frecuencia a soportes y tenantes, y los escudos terminan ensanchados en el jefe. En Italia llaman la atención los artísticos soportes y el gusto por los escudos ovalados, predominando las armas parlantes y las cartelas situadas bajo las insignias. En los países nórdicos y Europa oriental abundan las figuras vinculadas con la naturaleza como armas de caza, peces y animales salvajes. Centroeuropa y Flandes, por su parte, se enorgullecen de ostentar los escudos de armas más antiguos, legándonos una panoplia de blasones dotados de una fuerte personalidad, angulosos y recargados. Además, muchos escudos de armas alemanes suelen representarse tumbados de su parte derecha y, a menudo, portan varias cimeras y exuberantes lambrequines alrededor, poniendo el acento más en la composición que en el propio blasonado.
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