En la recuperación del cristianismo primitivo durante los siglos modernos, san Jerónimo, que desde el siglo IV era el patrón de los humanistas, ocupa un lugar de preferencia, difundido por las artes. Lo presentan bien como un sabio amante de los libros, traductor, ferviente estudioso de los autores paganos, bien como el eremita sumido en su meditación, atravesado por la duda. Pero siempre cerca de sus libros. Este es un dato que suele eludirse en las biografías de los ermitaños: que huían del mundo tanto para buscar a Dios como por sus aficiones filosóficas; que su misantropía no era una deserción de la existencia, sino una afirmación de su yo, un encuentro consigo mismo.Salto de línea Bien puede aparecer como un Hamlet cristiano, tal como lo pinta Ribera; o bien, según el pequeño barro moldeado por Alonso Cano, con el cuerpo replegado sobre sí, con los huesos asomando bajo la piel, y con el ademán propio del melancólico. El mismo Jerónimo, que conocía el mal, advierte en su epístola 125 acerca del vínculo entre humor negro y vida monacal: «Hay quienes caen en la melancolía debido a la humedad de las celdas, el ayuno inmoderado, el tedio de la soledad y el exceso de lectura, por lo que, día y noche, les zumban los oídos y necesitarían los remedios de Hipócrates, más que nuestros consejos».