El melancólico no quiere más que tinieblas, por ello busca sepulcros, se pasea entre despojos, vaga en la noche. Su necrofilia se atribuye al color de su humor, a la bilis, que, al ser negra, hace que todos los objetos parezcan fúnebres y que el alma viva bajo una sombra eterna. Y se atribuye también a su temperatura, que, al ser fría, huye del sol y la luz y ama lo oscuro. Nunca faltan resonancias filosóficas y morales, alusivas a la fugacidad de la vida, a la imagen saturnal del tiempo aniquilador, al mundo en ruinas, a las «lágrimas de las cosas», a la facies cadavérica de la vida. Ese final de todas las cosas tiene su objeto de predilección en la calavera. Los artistas comprendieron pronto la belleza metafísica que encierra esa bóveda ósea, sede del pensamiento humano, recinto, hoy deshabitado, donde su dueño razonó, fantaseó y decidió. La «interiorización» de la muerte será indisociable de la subjetividad moderna.