El tema medieval de una gran torre en construcción adquiere en los siglos XVI y XVII un nuevo tinte: su caótico final. En Construcción de la Torre de Babel, Pieter Brueghel el Joven recreó esta empresa bíblica, la del gigantesco edificio que un rey proyecta para alcanzar fama inmortal. Ante tal soberbia, Dios castiga a los constructores haciendo hablar a cada familia una lengua incomprensible, lo que obliga a suspender el trabajo.Salto de línea La historia quedó en el imaginario europeo como un símbolo del desorden extremo y de la imposibilidad de entenderse: en los manuales de iconología (en el de Cesare Ripa, por ejemplo) se convertirá en atributo de la confusión.Salto de línea En el paisaje de Brueghel, la torre es un caos constructivo —algo va mal en la transmisión de directrices— hasta que en la cumbre estalla el desatino estructural. La diligencia que bulle en su entorno, el ir de acá para allá, resultan absurdos comparados con la mole monstruosa, que parece haber sido olvidada, justamente, por su colosal desproporción con la vida humana. La imagen nos hace meditar sobre la idea del inacabamiento, sobre la fatalidad de todo empeño humano, abocado a la imposibilidad de su conclusión. Babel encarna el desaliento melancólico.