La pintura española recreó el tipo del filósofo-vagabundo antiguo, como este Heráclito de Ribera, el presocrático frecuentemente emparejado a Demócrito. Con su honda mirada y sus ojos húmedos, la mano aferrada al libro como un objeto de salvación, lúcido y misántropo, exhibe su aflicción ante un universo donde reina el desorden. Heráclito es el maestro de la inestabilidad universal. El cosmos, nos dice, está en movimiento continuo y todo se convierte en su contrario: nada es igual a sí mismo.Salto de línea Su desaliento filosófico le otorga una singular presencia ética en la cultura española. Quevedo dio a su poemario Heráclito cristiano (1613) un sesgo contemporáneo e íntimo, como una meditación en un mundo de ruinas y vencimientos: «Miré los muros de la patria mía,/si un tiempo fuertes, ya desmoronados,/de la carrera de la edad cansados,/por quien caduca ya su valentía.// […] Entré en mi casa, vi que, amancillada,/de anciana habitación era despojos;/mi báculo, más corvo y menos fuerte;//vencida de la edad sentí mi espada./Y no hallé cosa en que poner los ojos/que no fuese recuerdo de la muerte».