El melancólico es un «enfermo que piensa». Por eso, aunque la figura de Durero apoya su mejilla en la mano izquierda, en signo de desaliento, su otra mano permanece libre y sostiene un compás, como para advertirnos de que, antes o después, pondrá en marcha su poder inventivo. Y es que el «carbón humoral» despierta en estos sujetos una inclinación natural al genio. Son melancólicos los que entienden con prontitud, los muy estudiosos, los que descubren relaciones entre objetos dispares, los inspirados poéticamente, los fértiles en imágenes, los que se abisman en visiones, los que llegan más lejos en las honduras del arte. Forman una comunidad de raros, de hombres difíciles.
Pero tal pasión creativa tiene su envés: porque esa lucidez imaginativa que los mantiene por encima de los hombres comunes, los hace, a la vez, comprender sus límites y sufrir por la imposibilidad de abarcar todo lo que su mente vislumbra. El artista, el poeta, vivirá en adelante inspirado por esa «musa problemática»: dividido entre la ansiedad creadora y el miedo a incumplir sus empeños, entre la euforia y la impotencia, entre el saber y el dudar.