Melancolía. Tras esta palabra se oculta uno de los grandes mitos del imaginario occidental, un hilo que nos permite rastrear la historia de la creatividad. Su aventura empezó en la Grecia clásica, cuando las primeras indagaciones sobre el cuerpo humano y su funcionamiento creyeron descubrir un efluvio oscuro, la bilis negra, que puede roer el organismo y producir trastornos físicos y anímicos. Sus síntomas son funestos: úlceras, epilepsia, misantropía, locura. Pero, a la vez, produce individuos admirables, de gran imaginación y audacia creadora.
En realidad, la melancolía es un error, un fantasma cultural, que no pertenece al orden de lo razonable porque, sencillamente, no existe. Y sin embargo, lejos de extinguirse, se mantuvo como una enfermedad misteriosa: tras atravesar fronteras y siglos, llega al Renacimiento. Entonces, ese oscuro líquido, esa «nada que duele», inicia su edad de oro y se reviste de significados variados y más ambiciosos. Durero codifica la imagen de la nueva melancolía al enfocarla sobre las inquietudes espirituales más nobles que causa la bilis negra. Con ello va a ofrecer a la posteridad un regalo simbólico, un faro, destinado a gozar de un brillante porvenir.