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De las oposiciones y otros menesteres. Lo que aprendí sobre los museos - Mercedes García. 22 de octubre 2020

[Un día cualquiera de este 2020. Conversación de Whatsapp de la que escribe (M) y una amiga (A)].

A– Hola Mercedes. ¿Cómo vas? ¿Qué te parece si vamos mañana a visitar algún museo?

M– Ya sabes mi respuesta a esa pregunta (emoticono de guiño).

Además, el cuerpo me lo pide. Será por los momentos que estamos viviendo, con pocas certezas y tantos interrogantes.

A– Pues mira, en los museos siempre encontramos respuestas. ¿Por qué no vamos al Museo Nacional de Antropología? Lo tenemos cerca de casa.

M– Hecho. Allí a las 11, en la entrada.

Los museos no han sido para mí un concepto sempiterno. Recuerdo que la primera vez que visité uno fue siendo ya adolescente, y que nuestros encuentros no han resultado lineales, pero el vínculo quedó establecido. Curiosamente, hoy día los museos hacen esfuerzos (unas veces titánicos, otros liliputienses) por intentar que el público joven conecte con ellos.

Cuando empecé a opositar para museos, ese vínculo que antes mencionaba se hizo mucho más fuerte. Los museos estaban presentes en todos los momentos que pudiera recordar: en una conversación, en las horas de estudio, en el trabajo, en el escaso tiempo libre... ¡Incluso soñaba con ellos! Todo giraba en torno a los museos, como si fuese un satélite sin el cual no pudiese subsistir.

Pero, claro está, la oposición no es una burbuja ajena a la vida, e irremediablemente acontecen cosas buenas y no tan buenas en el trayecto. De este modo, la oposición se convirtió en un aprendizaje continuo, y no me refiero solo a los 21 kilos de papel con temas, esquemas, imágenes... que aún guardo en carpetas de anillas (sí, los pesé cuando aprobé el último examen).

La entrada del Museo Nacional de Antropología, donde he quedado a las once con mi amiga, me envía un mensaje poderoso: Nosce te ipsum. Es como si traspasando ese umbral fuese a encontrar la fórmula mágica que permita conocerme a mí misma con todos mis sentidos; la piedra filosofal de los alquimistas; la aguja en el pajar; la Ítaca de Odiseo.

Pero sí. Lo he aprendido con esta carrera de fondo llamada oposición. ¿Acaso los museos no son lugares donde reflexionar y conocerse a uno mismo? Y ese conocimiento, aunque parezca increíble, lo construimos entre todos. En los museos, esos espacios de aprendizaje, puede reflexionarse sobre la diversidad y multiculturalidad, cuestiones de género, el respeto al medioambiente, la memoria, la resiliencia, la vertiente creadora (y destructora) del ser humano. Se puede viajar sin desplazamientos, conectar con otras personas, lugares y épocas. Y encontrar una vocación.

Así, por ejemplo, en las múltiples visitas al Museo Nacional de Antropología he llegado a crear conexiones ficticias entre las mascarillas funerarias de la sala sobre los orígenes del museo y la Sala de los Rostros de Juego de Tronos. He aprendido lo importante que es dar a conocer nuestro pasado colonial y la evolución de la antropología. Me he quedado absorta con los múltiples brazos de Durga en su altar, orgullosa de que sea una diosa la que lucha contra el mal, pero con la ayuda de las armas de otros dioses (¿no dicen que la unión hace la fuerza?). Me he estremecido conociendo el rito de paso que experimentan las muchachas ticuna. Me he interesado por los instrumentos musicales africanos, hasta el punto de que alguna vez he estudiado acompañada por el sonido de una sanza. Y he sentido indignación por los peligros que amenazan el área amazónica, entre ellos la deforestación masiva, mientras que las vasijas shipibo me daban una lección sobre sostenibilidad.

En definitiva, los museos no solo son parte de mi vida, sino que me han enseñado sobre ella. Y aunque ahora estemos ante tiempos difíciles, como diría Queen: The show must go on!

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