No soy consciente de cuándo fue la primera vez, pero sí de una imagen que se repite y se repite sin cesar en el tiempo, recordándola como espectadora, no como protagonista. Una niña que a penas llegaba a alcanzar con la mirada la parte de abajo de un cuadro que tenía un marco de profundas volutas doradas, imitando a sus padres que estaban plantificados en la anterior parada de rigor. Y una sala, una enorme sala, con tan solo dos ventanas con unos cortinajes pesados que tamizaban la luz del jardín exterior, y el suelo, de un parqué infinito en cuyo encerado hacía eco la luz. No entendía muy bien por qué esas habitaciones con esos techos tan altos estaban tan llenas de cuadros y tan vacías de muebles; allí no podría vivir nadie, aunque se podía sentir que estaba habitada. No sabía por qué todos los domingos del mes, casi sin excepción, íbamos de visita a esa casa donde nadie vivía. Íbamos (y hablo ya en primera persona, porque evidentemente esa niña era yo) tanto que llegué a aprenderme esos cuadros de memoria, aunque me refiero a una memoria visual, porque no comprendía nada. Un paisaje de olivos, una madre con su hijo, dos niños jugando en un jardín, una señora con un collar de perlas y un perro, más niños, esta vez nadando en la playa, y así sucesivamente… El caso es que me gustaban, y sin saberlo mi ojo se estaba acostumbrando a los colores, las formas, las composiciones, y mi estado de ánimo a la tranquilidad, a esa sensación de sentirse bien en un sitio sin saber muy bien por qué.
Crecí, aprendí a leer y en esas sucesivas visitas descubrí que junto a los cuadros había unos letreritos (por aquel entonces en los museos sólo había cartelas y algún folleto), con nombres de señores (y escasas o ninguna señora), una frase, una fecha y más cosas que no entendía. Los leía en voz alta para demostrarle a mis padres, y a mí misma, mis habilidades con la lectura. Y entonces caí en la cuenta: esos señores que pintaban esos cuadros debían ser amigos de mi papá (mi padre era profesor de historia del arte y mi cabeza de niña pensaba que tendría por amigos a grandes artistas, un Leonardo da Vinci que me volvía loca por entonces, al más puro estilo Christian Gálvez, un Vicent van Gogh que sólo sabía que se ha había cortado la oreja, un qué se yo…, qué más da que estuvieran muertos). Era esa la auténtica razón de por qué íbamos a verlos. Pero mi padre rápidamente me quitó los pájaros de la cabeza y me explicó el devenir de esos cuadros ahí colgados. Lo vi lógico, al estar ahí guardados y colgados los podría ver todo el mundo hasta el fin, pero no entendía muy bien quién decidía qué cuadros debían ser colgados. A mí algunos me gustaban y otros no…
Pero seguí creciendo, y tal y como les ocurre a todos los niños, empecé a obsesionarme por una cosa. En mi caso, dos, a mí me dio por los cuadros y por los dinosaurios (e incluso alguna vez fusioné los dos montando una exposición improvisada en las paredes del pasillo de mi casa). Esas obsesiones con el tiempo pasan, pero yo amplié mi obsesión, descubrí otras nuevas habitaciones, donde había “estatuas”, piedras que imitaban objetos, vasijas rotas de personas que habían vivido hace muchos años (¿cómo?, eso tenía que ser imposible), collares y broches, máscaras y tambores, y ¡hasta coches de caballos! Eso ya era otra cosa, había más cosas, muchas más cosas, y eran cosas de otras personas, de otras épocas, cosas que no sabía ni lo que eran… ¡Esas habitaciones estaban habitadas! En el colegio me hablaron de ellos, de todos esos objetos, para qué servían, por qué estaban ahí, no los del museo sino otros objetos parecidos y me descubrieron que había muchos más museos repartidos por la ciudad, por mi país, por otros países… Por dios, cuánta emoción.
Yo en casa nunca tuve ordenador hasta ya bien entrada la universidad, así que mi mayor sueño por aquel entonces era crear un “diskette” con la información de todos esos objetos, como si fuera una gran enciclopedia, para tenerla ahí bien guardadita y que ocupara poco espacio. Pero mi objetivo de conseguir un ordenador no llegó, así que seguí yendo al museo, una y otra vez, ya sin mis padres, algunas veces con el colegio (más pendiente de mis amigos que de las vitrinas), visité otros museos, en mi ciudad, en otras ciudades, dejé de ir y volví, yo sola, a veces acompañada… Los odié, me reconcilié con ellos y volví a odiarlos, hasta que sin darme cuenta todo lo que me rodeaba formaba parte de ellos: mis amigos, mi familia, mis estudios, mi pareja, mi trabajo, mis vacaciones… Todo… Estaba rozando ya una crisis con ellos, convirtiéndose tal vez en algo insano… Así que decidí replantearme mi relación con ellos.
Los museos, y hablo de museos en general, porque los hay de mil maneras, personalidades, caracteres, formas de ser, de pensar, de mostrar, de comunicar…, me han acompañado toda la vida, desde que tengo uso de la razón, y yo a ellos. Han cambiado y yo he cambiado, han crecido y yo he crecido, y no siempre hemos ido a la par. Muchísimas veces pienso que si lo que son hoy hubieran sido ayer, cuando aún era esa niña que daba vueltas por las salas, sin entender nada, mi relación con ellos hubiera cambiado. Lógicamente sí. A mí me gustaría poder decir que en los museos aprendí, pero no es así (aunque también he de decir que aprendí otras muchas cosas), todo lo que he aprendido lo he hecho desde la habitación de mi casa, no en sus salas, eran otros tiempos. Afortunadamente esto ha cambiado. Ahora cuando vuelvo al museo y me encuentro con niños que van con sus colegios o sus familias, y se divierten con tal cantidad de recursos convertidos en juegos, se me cae la baba y pienso qué habría hecho yo con todo eso. Pero también siento orgullo y nostalgia al saber que mi relación ha sido otra, la tranquilidad que ahora me da y siempre me ha dado, y no la cambiaría por nada, porque es parte de mí y en parte así soy gracias a ellos. Y como en toda relación, los quiero y los odio, y todo al mismo tiempo, me cabrean, me sorprenden, y en ocasiones no me producen nada…, pero volviendo una y otra vez a ellos, ahora, ya sí, convertidos en el sitio de mi recreo.