De pronto la campana de un reloj dio, con acompasado y argentino sonido, la hora de las ocho. Como si aquellas vibraciones tuviesen un efecto mágico, las conversaciones cesaron de pronto y todos ocuparon sus asientos. Poco después un silencio sepulcral dominaba en aquel sitio, antes tan bullicioso. Era la hora de comenzar la sesión.
Acababa de constituirse la mesa y el presidente, que lo era del poder ejecutivo, agitó la campanilla y declaró abierta la sesión. Un sirviente levantó el pesado y onduloso portier que cubría una puerta próxima a la presidencia y se presentó interesante y majestuosa la figura del doctor Planellas. Una salva de aplausos acogió su presencia. Saludó al doctor con dignidad y avanzando con paso lento se dirigió a una tribuna portátil colocada al principio del salón y de modo que lo dominase todo.
El doctor Germán Planellas frisaría en los cincuenta años y tenía regular estatura. Su continente era severo, pero sin afección, y bastaba verle para sentirse atraído hacia él por un respeto misterioso. Su cabeza tenía una hermosura varonil y podía servir de perfecto modelo a un artista para reproducir con exactitud esos bustos con que los antiguos griegos inmortalizaban a sus héroes. Ancha y abultada frente, que reflejaba un privilegiado desarrollo de la parte intelectual de su cerebro, surcábanla rectos pliegues, donde debía ocultarse el recuerdo de profundas meditaciones. Resguardábanse al amparo de arqueadas cejas ojos vivos, de donde partían, como chispas de un diamante, mirabas que penetraban en lo más recóndito del alma y parecían querer arrancarla sus más ocultos pensamientos. Seguíanles nariz griega perfilada con esmero, gruesos labios que dibujaban de ordianario una sonrisa de bondad fiel estetreotipo de la nobleza del corazón y, como todo complemento, luenga barba entrecana, que contrastaba con escasa y plateada cabellera larga, recogida con elegante desaliño, sobre las sienes.. En el conjunto de su cabeza un naturalista hubiera encontrado un ángulo facial casi recto. Por su prominente entrecejo cualquier frenólogo aseguraría, sin vacilar, un desarrollo extraordinario del órgano de la observación. Y por los rasgos distintivos de su semblante, todo vulgar fisonomista veía al hombre dulce, bondadoso y de inteligencia privilegiada que ha consumido su vida en el estudio y la meditación.
Apenas el doctor ocupó la tribuna despojó sus manos de sus finos guantes blancos y después de otro nuevo saludo comenzó la conferencia con frase escogida y elocuente, sencillo estilo y sonora a la par que reposada voz. Hizo una rápida exposición de la importancia social de su descubrimiento y solicitó permiso para preparar la demostración práctica antes que la teórica. Tocó un resorte y a sus vibraciones acudieron de una estancia contigua tres ayudantes y varios mozos de servicio conduciendo una caja cerrada y una jofaina llena llena de un líquido ténuamente coloreado de azul. Abandonó el doctor la tribuna y dirigiéndose a la caja que había en el centro del salón llegó hasta ella y se puso a una altura conveniente. Los ayudantes y mozos de servicio le siguieron. Lo primero que hizo fue separar el paño negro dejando al descubierto una caja de madera. Uno de los criados le presentó una llave, con la cual abrió la cerradura y levantó la tapa. Dentro había otra caja de zinc que también fue abierta para mostrar una tercera de cristal. Los ayudantes y mozos extrajeron con cuidado esta y retiraron las otras dos. Levantada la pesada tapa que la cubría comenzó el doctor a retirar de su interior capas de un tejido más blanco y fino que el algodón en rama, hasta llegar a descubrir la figura inerte y densamente pálida de un joven. ¡Era un cadáver!
Todos al percibirle prorrumpieron en una exclamación de asombro. A su vez el cadáver fue extraido de la caja y puesto sobre la mesa.
Este cadáver, señores – dijo el doctor cogiéndolo de un brazo y dejándolo caer con la inercia de un cuerpo que obedece a las leyes de la gravedad – es uno de mis ayudantes. Hace diez días se encuentra en este estado. Agradecería que algunos de mis comprofesores presentes tuviesen la bondad de reconocerlo.
De los más próximos se levantaron hasta el número de seis, que pasaron del lado del muerto y le reconocieron escrupulosamente. Todos convivieron que era un cuerpo desprovisto de vida.
No se comprendería otro estado – observó el doctor- dadas las condiciones anti-vitales del encajonamiento en que ha permanecido. La vida en cualquiera de sus manifestaciones orgánicas necesita, como la combustión, aire que la suministre oxígeno, porque sin él no podría verificarse aquella; y este cuerpo, sin embargo, ha permanecido diez días privado de todo contacto atmosférico. Además su temperatura es tan baja que el termómetro aplicado a cualquier axila no se elevará más de 22 grados, próximamente los del ambiente, y con los cuales es imposible la vida humana.
Así era; y después que los más próximos se convencieron de su aseveración, nadie pudo dudar de la muerte real en aquel cuerpo. Terminado este requisito, el doctor Planellas se dispuso a volverle la vida. Se colocó el cadáver sobre un lienzo encerado y tomando el doctor con su mano derecha esponjas empapadas en el líquido azulado de la jofaina, que le servía uno de los ayudantes, y las recorría por todo el cuerpo renovándolas cuando se secaban. Concluida esta maniobra, que tenía por objeto disolver una capa de barniz la piel, antes apergaminada, adquirió cierta flexibilidad vital. En seguida trajéronle algunos caloríferos, y con ellos fue elevando suavemente la temperatura del cadáver, hasta ponerla en los 37º, en cuya altura mandó mantenerla a uno de los ayudantes. Después cogió de una bandeja un tubito de plata, largo y encorvado en una extremidad, lo introdujo por la boca y confió a otro ayudante verificar una respiración artificial lenta. Por su parte tomó de una bandeja de plata cincelada dos agujas de oro, de unos quince centímetros de largas y delgadas como el más ténue cabello, y metió una en el corazón y la otra por la parte posterior del cuello, cerca de la cabeza. Unió a las agujas dos hilos que partían de la caja que había traido y conservaba entre sus manos uno de los mozos y poco después las vibraciones que se oían demostraban la existencia de un aparato eléctrico funcionando.
Desde los primeros momentos de esta parte de la operación todos los asistentes pudieron ver que aquel cuerpo, antes del color de la cera, se iba tiñendo por grados de un color rosa y que el rostro se encendía hasta parecerse al de un durmiente. Un silencio profundo, que revelaba mortal ansiedad, dominaba el salón. Todos los circunstantes seguían emocionados y embargados por suprema incertidumbre los más insignificantes detalles de la operación. Nadie hubiera osado provocar el más ligero ruido, seguro de una reprobación general. Sin embargo, hasta entonces ningún movimiento se observa en el cadáver, nada que indicase verdadera vida. Cuanto había hecho el Dr. Planellas tenía su importancia preparatoria pero nada más. A pesar de las apariencias exteriores allí faltaba, según juicio de todos, la vida; y acerca de la verosimilitud de que esta volviera, las dudas crecían a medida que adelantaba la operación. ¡Tan imposible parecía la verdad!
Los menos incrédulos, no obstante la enormidad de la prueba, fundaban grandes esperanzas al ver la serenidad del doctor. Este, con el rostro animado, parecía enteramente abstraído del imponente público que le rodeaba. Creeríase tal vez en las soledades de su gabinete y no apartaba la vista del pecho del cadáver, en cuya tabla veíanse ligeros movimientos de elevación y presión, que todos atribuían exclusivamente a la respiración artificial que mantenía el ayudante con rara habilidad.
Cinco minutos habrían pasado cuando el doctor, después de consultar su rico cronómetro de oro, retiró las agujas y, posando la cabeza propia sobre el pecho del cadáver, escuchó breve rato. Una sonrisa de satisfacción reemplazó a la que le era natural y retirando la sonda de la boca cubrió todo el cuerpo, excepto la cabeza, con el paño negro que sirvió para ocultar la caja de madera. Uno de los ayudantes quedó aireando la cabeza con auxilio de un abanico y todos los demás se retiraron. El doctor abandonó también la mesa para ocupar nuevamente la tribuna y continuar su conferencia. No pretenderemos seguirle en toda, porque sería demasiado prólijo, pero apuntaremos sus ideas principales. Dijo así:
"Mi descubrimiento, señores, no tiene nada de sobrenatural, ni aún siquiera de maravilloso. Por el contrario, su sencillez es admirable. En rigor no es más que una secuela de las condiciones de la vida misma. La vida, bajo el punto de vista orgánico, es el estado funcional o activo de una organización. La muerte por el contrario es la parálisis de esas funciones. Todo ser animal, supuesta la aptitud necesaria de sus órganos, funciona por la acción excitante de su enervación, pues sabemos que los seres de la escala zoológica, desde la simple sarcoda hasta el monstruoso cetáceo, tienen su sistema nervioso y en él un núcleo central, que lo es también de la vida. Cuando por cualquier motivo los elementos que componen ese núcleo o centro de enervación cesan en sus funciones la muerte es inminente, porque se interrumpe la corriente nerviosa y el cuerpo pasa a la descomposición orgánica por atonía. La vida humana consta de dos parte, o por decirlo así, de la suma de dos factores, la vida orgánica y la de relación. Por la primera nos nutrimos y verifícase en nuestro cuerpo esa incesante renovación de materiales, esa actividad de fuerzas químicas, cuyo conjunto moldea en formas animadas los elementos corporales. Por la segunda percibimos, juzgamos, sentimos, tenemos conciencia de nuestra individualidad y nos relacionamos con cuanto nos rodea. La primera no se suspende hasta la muerte. La segunda, en parte o en todo, se suspende durante el sueño, según es incompleto o completo. En este último estado tenemos solo uno de los factores de la verdadera vida, el otro se ha abolido: la vida es, pues, entonces a medias. Sin duda por eso, desde tiempos antiguos, dícese que el sueño es un estado medio entre la vida y la muerte, porque disfruta de ambos. Pues bien, el sueño me sugirió el siguiente problema: si yo pudiese adormecer la vida orgánica interrumpiendo a voluntad la corriente nerviosa de que depende y conservando íntegro el cuerpo, habría resuelto el problema de interrumpir y devolver a voluntad la vida. El hombre, pensé yo, es un reloj. Así como este anda mientras su péndulo ejecuta movimientos y tiene perfecto el mecanismo, así los animales viven y gozan de salud mientras funciona armónicamente la inervación, y anima con sus corrientes nerviosas las demás partes, que gozan de buen estado. Se suspende el movimiento del péndulo y el mecanismo todo cesa. Se suspende la corriente cerebral espinal y la vida concluye. Hasta aquí la identidad era perfecta pero al llegar a este punto me encontraba ya con una gran diferencia. El reloj conservaba siempre su máquina sin alterarse por la quietud, y cuando se volvía a poner el péndulo en movimiento podía seguir marcando la hora. Pero en el organismo viviente no sucedía esto: tras de la inercia estaba su descomposición; con esta la alteración de afinidades y cambios moleculares infinitos y por consecuencia la inhabilitación perpetúa para ejercer sus funciones. Tenía pues que resolver dos problemas: primero, evitar la más leve alteración del organismo muerto. Y segundo, suspender la corriente nerviosa. Ensayos repetidos hasta lo infinito, insucesos a cada paso, grandes y asiduos estudios consumieron mi vida, en busca de lo que bien podía pasar por desvarío de mi imaginación, hasta que logré ver realizado el primero hace diez años. Puesto que los agentes que rodean al organismo son la causa de su descomposición, me dije, evitemos el contacto de estos agentes y evitaremos su acción. Así lo hice: comencé inyectando en la sangre del animal vivo, para que se infiltrase por todo el cuerpo, disoluciones de sulfato de sosa asociadas con un alcaloide, por mi descubierto, que posee la preciosa propiedad de conservar sin la más mínima alteración químico- orgánica los tejidos todos, incluso la sangre. Después, barnicé la superficie exterior de los animales, para preservar sus poros del aire y evitar la evaporación interna, los resguardé del calor y de la humedad, fuentes de toda fermentación, y tuve la satisfacción de ver que los organismos se mantenían in status quo todo el tiempo que quería. Mi primer problema estaba resuelto; y ya con él había elevado a la perfección el sistema clásico de embalsamamientos. Comencé con el segundo. El fluido nervioso, me dije, adoptando como verdaderas las modernas doctrinas, es la corriente eléctrica que parte del centro cerebro- espinal para extenderse por todos los demás puntos. Y recordando en seguida aquella ley de los antitéticos, tan en voga entre algunos filósofos griegos, observé que todo el mundo tiene su contrario. Cuanto existe es porque le falta su contrario, o lo es en menor cantidad y potencia. El frío existe cuando falta el calor. La fuerza de atracción obra cuando es mayor que la de repulsión. La electricidad positiva se manifiesta cuando se disminuye o aleja de ella la negativa. Y así todo lo demás. ¿Cuál será, me pregunté entonces, el contrario de la electricidad del cuerpo? O lo que es igual: ¿qué fuerza emplearé yo para paralizar en sus funciones las células nerviosas y neutralizar las corrientes que de ellas parten? Esta fue la pregunta capital de mi propósito y para responder a ella construí multitud de pilas diferentes, utilicé toda clase de jugos conocidos y medios capaces de desenvolver electricidad. Es decir, hice todos los ensayos imaginables para desenvolver electricidades diferentes a las ya conocidas. Todo era infructuoso. El animal que mataba, proyectando la corriente sobre el búlbeo raquídeo, muerto quedaba para siempre. Tan inútiles tentativas hubieran abatido mi ánimo si no latiese en mi cabeza, firme, persuasiva y con toda la fuerza de la verdad, la idea de que esa electricidad existía. Desde que en el siglo pasado habíase demostrado que la electricidad no era un fluido imponderable y sí un estado vibratorio de los átomos, había derecho para suponer que cada cuerpo debía poseer una electricidad característica y subordinada a su naturaleza. Es verdad que todas son electricidades, pero deben variar entre sí como varían entre sí los sonidos de diferentes cuerpos según su naturaleza y su modo de vibrar, no obstante todas esas vibraciones constituyen sonidos. Dada, pues, esta heterogeneidad de las electricidades, no me cabía duda debía existir una que fuese contraria a la nerviosa; la dificultad estribaba en encontrarla. Cuando ya estaba desesperanzado de encontrarla, el sabio Braschet, catedrático de la Universidad de Leipsik, presentó en la Academia de Ciencias de Berlín, su aparato eléctrico-anti-dinámico, con cuyas corrientes neutralizaba y paralizaba en las extremidades del cuerpo, la sensibilidad y el movimiento. Yo me apresuré a utlizarle en mis ensayos y el éxito correspondió a mis deseos. Introduje en el bulbo raquídeo de un perro una aguja de acupuntura y otra en el corazón, ambas comunicando con los polos negativo y positivo del aparato Braschet, y el animal murió lentamente. Le conservé después sin descomponerse, apliqué al cabo de algunas horas inversamente los polos de una pila excitante, provoqué la respiración artificial y el corazón fue entrando en contracciones, tornando a la vida animal. ¡Mi problema estaba resuelto! Braschet, el gran Braschet, me había proporcionado la mano que paraba el péndulo de mi reloj orgánico. Cuantos ensayos hice después con las debidas precauciones, alcanzaron igual éxito. Hubo perro que tuve muerto medio año y hubiera podido tenerlo cuanto tiempo hubiera querido. De los animales llevé mis ensayos al ser humano y sacrificando a la pasión por la ciencia los sentimientos de padre lo ensayé por primera vez en uno de mis pequeños hijos ¡Brillante confirmación! Después, ese ayudante que está ahora vivo sobre la mesa con un heroísmo sin ejemplo se prestó a sufrir repetidas veces el experimento y el resultado siempre ha sido el mismo. Ahora vais a convenceros."
Se concluirá...