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Un descubrimiento prodigioso. Viaje al porvenir. Capítulo V

Toda espera tiene su término.

La noche del 5 del siguiente mes de noviembre fue la señalada para celebrarse la sesión en que el Doctor Planellas desmostraría su descubrimiento en el local de la Academia Nacional de Ciencias Antropológicas.

Constituía éste un severo y majestuoso palacio, emplazado en el final de la calle de Granada, que correspondía también al distrito de la Industria ya citado.

En épocas anteriores, cuando los gobiernos se cuidaban muy poco de ciencias y literatura, y los apóstoles de la enseñanza fnecían de hambre, hubiera sorprendido ver tan suntuosamente alojada una corporación científica.

Felizmente los tiempos habían cambiado, tan de veras, que en vez de aquellos patrívoros (no patricios), voraces pólipos de insaciable estómago, que hacían de su dignidad y honradez cartas sucias en el degradado juego de la política, ocupaban los destinos de la nación sabios y rectos varones modelos de patriotismo.

Por eso entonces, que la protección del Estado no podía ser más decidida y solicita para cuanto se relacionara con el explendor de las ciencias y la cultura intelectual del país, fuente fecunda de buen progreso, todas las corporaciones sabias que se creaban gozaban de una vida exuberante, muy diferente de la raquítica y necesitada de siglos anteriores.

Y sin duda también eso mismo alentaba a los miembros con noble emulación, y veíaseles asíduos en el trabajo, dando a las sesiones una animación que contrasataba con aquela ausencia y perezosa monotonía que tanto caracteriza a las del siglo XIX.

La entrada principal del palacio la componía un régio pórtico de estilo grecorromano formado por cuatro elevados y gruesos monolitos que sostenían, sobre artísticos y bien labrados chapiteles, un frontispicio de forma triangualar.

Lucían en este alegóricos relieves, y entre ellos, esculpido en ahondados caracteres, el imperecedero lema del muy célebre templo de Delfos: NOSCE TE IPUSM (conócete a ti mismo).

Una anchurosa y suave escalinata de piedra, que la costeaban dos salientes, donde descansaban las colosales estatuas de Platón y Aristóteles, permitían ascender y llegar a la espaciosa puerta practicada en el centro de vestíbulo, por la que se pasaba a un atrio espacioso, de aquí a la antesala, y más allá al gran salón de sesiones.

Era este un verdadero monumento dedicado a la ciencia, y digno de la sublimidad del estudio antropológico.

De forma cuadrangular, cuarenta metros de largo por veinte aproximadamente de ancho, cubríale alto y abovedado cielo, cuajado de grandes claraboyas, separadas por elegantes y vistosos rosetones, y grandes frescos en su mitad, que representaban alegorías y retratos de los principales antropólogos y naturalistas de todas las épocas y escuelas.

Las paredes, vestidas hasta la mitad de su altura por elegante estantería de circunvalación, que encerraban objetos de estudio recogidos en todas partes del mundo, aparecían tapizadas en el resto de raso azul, sobre el que destacaban brillantes mecheros de dorado metal, y diversos cuadros al óleo convariados paisajes bíblicos y profanos, que figuraban al ser humano en sus primitivas edades y sus diferentes razas.

En un extremo del salón deteníase atónita y agradablemente sorprendida la mirada, para contemplar un regio estrado de terciopelo carmesí, recamado de oro, y una espaciosa mesa tallada, de palo santo, recubierta con tapete del mismo paño citado que, al caer en elegantes pliegues hasta besar el suelo, ostentaba en su centro el escudo de España, bordado con exquisita filigrana.

Alrededor de ella, siete sillones de severo gusto, y separados de la mesa a una distancia respetuosa, numerosos escaños, también de terciopelo y dispuestos en fila.

Una balaustrada de hierro cincelado separaba todo lo dicho de la otra mitad del salón donde había, en hilera transversal, numerosas banquetas destinadas al público.

Estamos en la noche del 5 de noviembre y vase acercando la hora de la sesión. Omitimos hacer la descripción del espectáculo que ofrecían los alrededores de la academia. Era imponente.

Desde las primeras horas de la tarde habíanse comenzado a reunir miles de personas, en términos de obligar a las autoridades a que remitiesen fuerza armada para mantener el orden.

El salón lo presentaba deslumbrador y fantástico.

Ya, desde mucho antes de la hora convenida, era numerosa la asistencia de los invitados.

La fuerte iluminación irradiada por centenares de luces, que brillaban repartidas como luceros en noche pura de estío, bañaba el salón con una claridad deslumbrante.

Reflejábanse hasta lo infinito los inflamados mecheros en los tersos cristales de la estantería; salpicaban chispas y destellos refulgentes los dorados de todas partes, el brillo de las paredes, y hasta las pinturas. Mágicamente entonadas por encontradas iluminaciones, parecían cobrar vida y querer desprenderse de los lienzos.

La atmósfera era caliginosa.

Todo tenía un aspecto suntuoso y digno del numeroso público que, vestido con riguroso traje de etiqueta, llenaba por completo el local, y conversaba en medio de ese grato desórden y rumorosa agitación de las grandes reuniones.

Tanta grandiosidad daba a la sesión todo el aspecto de un solemne acto nacional.

Veíanse allí, efectivamente, revueltos en amistosa confusión, los encargados de desempeñar los más altos destinos públicos, así civiles como militares; miembros de los diferentes claustros universitarios de España y Europa; los comisionados por todas las academias, Ateneos, Institutos y demás corporaciones científicas y literarias del mundo; el Consejo Nacional de instrucción Pública; la siempre venerable Junta Directiva de Bellas Artes; los escritores y poetas de más renombre; los directores de todos los periódicos de la capital y principales del globo, entre los cuales estaba el respetable Sr. Vigadet, que lo era de El Heraldo; los embajadores y demás representantes diplomáticos de las potencias extranjeras y otros muchos que fuera prolijo enumerar.

Mi humilde pluma es torpe y pálida para describir tanta animación y ofrecer con el vigor y colorido necesario aquel público selecto, donde más de dos mil personajes, que en su mayor número habían afluido de remotos países, aprovechando la navegación aérea, aguardaban la contemplación de una prueba tan trascendental y maravillosa.

Casi todo conversaban, y oíanse diferentes idiomas, que revelaban la procedencia distinta de los presentes.

Solo un grupo de personas, que ocupaba el centro, se distraía en mirar con interés una caja cuadrangular, de dos metros de larga por uno de ancha y medio de alta, recubierta con una manta de terciopelo negro, y colocada sobre elevada mesa.

Todos ignoraban lo que se ocultaba en su interior, por más que la mayoría lo sospechaba…… continuará……

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