España en particular, figuraba como una de las naciones más florecientes.
Desde que desaparecieron las discordias intestinas y miserables correrías de partido, que tanto la habían aniquilado durante el siglo anterior, fomentó en todo.
Desde entonces, y así como la planta mustia y enfermiza por carecer de sol y de aire, recobra su vigor, y fertiliza rápidamente cuando se destruye lo que le privaba de su alimento, oponiéndose a su vida, del mismo modo España, apenas comenzó a disfrutar de la paz, avanzó rápida como una exhalación en el progreso, y no paró hasta ponerse a la cabeza de todas las demás naciones, por su fomento agrícola, industrial y científico.
Regía entonces sus destinos un gobierno republicano suave y verdaderamente patriota, a cuyo abrigo se gozaba de una tranquilidad inefable, se nadaba en la abundancia, y disfrutábase con equidad de todas las comodidades que proporcionaba un buen progreso.
Madrid estaba desconocido.
Capital de la República había crecido hasta seis veces mayor de lo que era a mediados del siglo XX y sumar un censo de cuatro millones de habitantes. La población, antes cuajada de vagabundos y polilla roedora del presupuesto, se había convertido en una de las más industriosas y fabriles del orbe.
Por eso el espectáculo que ofrecía no podía ser más complaciente al ánimo.
Al elevarse en uno de los buques aéreos de la casa de Otardieta y compañía, todo ilustrado viajero gozaba de una maravilloso éxtasis cuando, rompiendo la eterna neblina que entoldaba el transparente azul del cielo, observaba su cien mil chimeneas que, sin cesar, arrojaban al espacio gruesos penachos de humo, y sentía atronados sus oídos con el estridente ruido de fábricas, testimonio elocuente todo de su grandiosa actividad industrial.
Cruzaba sus anchas, rectas y alegres calles, una red intrincada de vías férreas, sobre las cuales se deslizaban, veloces y silbantes, multitud de tranvías arrastrados por máquinas de vapor.
¡Que más! El Manzanares mismo, aquella lámina líquida que en el siglo anterior arrastraban vergonzosas lágrimas de pobreza, se habían canalizado (pues todo lo puede la actividad humana) y sobre sus cristalinas ondas se mecían elegantes barcos.
¡Ah! Querer referir tanto adelanto, tantas maravillosas innovaciones, tan inesperados descubrimientos, sería no concluir.
En el grado de ilustración que actualmente caracteriza a la sociedad culta, cuando vemos sucederse los descubrimientos en tropel, que la imaginación vuela presurosa en busca de pensamientos que antes se creerían imposibles, y hoy se realizan los unos, y se consideran asequibles los más difíciles; que todos los días, y a todas horas, esos titanes de hierro llamados prensas, sudan admirables ideas estampadas en periódicos, folletos, revistas y miles de publicaciones, que ponen en nuestro conocimiento que el progreso cunde con rapidez, y el espíritu reformador de la época avanza vertiginosamente; en breves palabras, cuando vemos que la sociedad toda viaja en un tren directo que, corriendo con fulmínea velocidad, ofrece a cada momento la contemplación de nuevas e inesperadas maravillas; en una época que se presta a estas consideraciones la razón no alcanza a suponer el estado del mundo cuando haya transcurrido más de un siglo.
Esto es lo que sucedía el año a que nos referimos (1994) todo se prestaba a ser objeto de admiración, todo era grandioso.