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Un esperanza, en el laberinto

por Manú Traveler

Visita

El museo había contratado a un nuevo guía para las visitas en grupo y había anunciado a bombo y platillo a su querido público que ya se podían reservar las citas para el mes siguiente, público cuya reacción no se hizo esperar y que en pocos días agotó todas las plazas.

El nuevo guía era un esperanza muy bien plantado, culto y que a todo el mundo agradaba y, por si eso fuera poco, cuando abría la boca, daba gusto escucharle: ponderado, sosegado pero intenso, excelente narrador, orador cautivador…, un portento que se había preparado muy bien el recorrido que iba a hacer con los grupos, había estudiado a fondo la historia y los significados de los objetos que había elegido por considerarlos los más atractivos para los visitantes, había procurado que perteneciesen a las culturas mejor representadas en las colecciones del museo y que a su vez ofrecieran una muestra indicativa de la enorme diversidad cultural del planeta, sin dejar de introducir aquí y allá alguna nota discordante, alguna rareza, alguna sorpresa que reactivase la atención de sus seguidores, había además tenido cuidado de que estuviesen adecuadamente repartidos por toda la exposición permanente de modo que el recorrido permitiera abarcarla en su totalidad pero sin llegar a ser extenuante, había calculado el ritmo al que llevaría a los grupos y el tiempo que intentaría detenerse en cada hito de la visita, incluso tenido en cuenta las variaciones que podría introducir en ese ritmo la curiosidad de sus acompañantes, y, por último, y como argamasa para unir de forma coherente ese mosaico de información e imágenes, había buscado el perfecto equilibrio en el enfoque que iba adoptar su relato, la equidistancia absoluta, a medio camino entre lo políticamente correcto y el pensamiento crítico, entre la tolerancia hacia la biografía etnocéntrica y colonialista de las colecciones y la reivindicación de una nueva interpretación basada en los testimonios de las personas pertenecientes a las culturas originales, entre la defensa de la apropiación cultural respetuosa de los objetos y la comprensión hacia quienes consideran que su recontexualización en un museo atenta contra sus valores y su dimensión espiritual, en suma, entre las ideas preconcebidas y forjadas en el imaginario colectivo por décadas de legitimación de cierta idea de progreso ligada a la expansión de la cultura occidental y unos nuevos aires más acordes con las actitudes de los insatisfechos que siempre quieren cambiar el mundo, de modo que así dejaría contenta a toda su audiencia, y le bastaría escorarse ligeramente hacia un lado o el otro en función de cómo percibiera las inclinaciones ideológicas predominantes en el grupo de turno para salir airoso del envite.

Era optimista, estaba preparado, se sentía seguro…

Sin embargo, toda esa seguridad saltó por los aires ya en su primera visita, cuando tuvo la mala suerte de que el grupo estuviera formado por una panda de cronopios especialmente heterodoxos, bullangueros, erráticos… y muy impertinentes, quienes no llevaban ni cinco minutos en el museo cuando ya empezaron a quitarle la palabra sin esperar a que él hiciera alguna pausa o les invitase a intervenir, como estratégicamente y a su conveniencia tenía pensado hacer: que si pensaba que eso era lo que había que contar de los objetos, que si esos objetos no deberían estar en museos de sus países de origen y vinculados a las comunidades a las que pertenecían, que si le parecía ético que hubiera restos humanos expuestos y que si el museo contaba con permiso de los descendientes de esas personas para exhibirlos, que si no debería hablar de las relaciones de explotación y las desigualdades que aún subsistían en los territorios de procedencia de muchos de los objetos, que si no debería hacer de guía algún legítimo representante de esas culturas…, de manera que a la media hora el guía esperanza ya había tirado la toalla y se estaba dejando llevar por el grupo, y a los tres cuartos de hora, había empezado a pensar que igual en efecto su mirada estaba condicionada en exceso por su formación académica positivista y que tal vez se había convertido involuntariamente en un agente encubierto del pensamiento dominante, y, cuando por fin consiguió finalizar la visita y acompañar a los cronopios a la puerta, era un convencido defensor de la descolonización y de la necesidad de derribar los altos pedestales sobre los que Occidente y sus descendientes criollos aún regían el mundo a su antojo, empezando por los museos como éste.

Decidió revisar inmediatamente el planteamiento general de su relato con el fin de que no le volvieran a pillar desprevenido ni verse de nuevo desautorizado por la concurrencia.

Pero lo que vino a suceder fue que el primer grupo al que tenía que guiar veinticuatro horas más tarde estaba integrado por veinte famas de lo más formal, que le esperaban muy serios y silenciosos en el zaguán de entrada del museo, gracias a lo que los pudo conducir fácil y dócilmente hasta el punto donde tenía previsto comenzar el recorrido y una vez allí, tomo aire y… empezó a soltar con entusiasmo su nueva narración, subiendo poco a poco el tono y la intensidad de sus soflamas e incluso llegando a exaltarse en algunos pasajes de la explicación: que si no debían dejarse engañar por la sublimación de la dimensión estética y formal de los objetos expuestos pues ésta no era sino una forma de encubrimiento de la historia de dominación y apropiación de la que formaban parte, que si debían dejar en la puerta su genética actitud de superioridad evolucionista frente a los que sin duda consideraban pueblos exóticos, primitivos e incluso salvajes, que si seguramente todos ellos eran poseedores de mentalidades etnocéntricas que les iban a impedir establecer el necesario diálogo intercultural libre de prejuicios que era el modo de relacionarse con las sociedades allí representadas pero que él les iba a ayudar a despojarse de ellas y a enseñar el camino hacia la aceptación constructiva de la diversidad…, y tan metido estaba en el papel que no se dio cuenta de que pronto los famas empezaron a hacer gestos de extrañeza e incomprensión que en seguida se transformaron en fastidio e indignación, y algunos empezaron a alejarse, otros a murmurar y a quejarse cada vez con más intensidad, hasta que uno que debía ser el organizador del grupo le increpó: que si quién se había creído que era para hablarles así y acusarles de semejantes cosas, a ellos gente respetable y respetuosa y amante del prójimo, que si la dirección del museo e incluso las autoridades competentes sabían que andaba suelto por esas salas un terrorista cultural, que si pensaban que un museo público y financiado con el dinero de todos era el sitio para abordar semejantes debates iconoclastas y cuestionar los principios más básicos de la cultura occidental, esa que había llevado el progreso a todo el orbe, que si no debía ser más bien un lugar amable y donde personas que apreciaban los atractivos de otras partes del planeta como ellas -que, sin ir más lejos, apreciaban la gastronomía exótica o habían visitado lugares patrimonio de la humanidad en todos los continentes- sólo pretendían pasar un rato agradable de ocio cultural , que si ahora mismo pedían el libro de quejas y esto se iba a acabar aquí…, y dicho esto, y dirigiéndose a sus compañeros, los conminó a seguirle hasta la puerta y, entre exclamaciones y lamentos, salieron todos en tropel del museo, dejando plantado y cabizbajo al esperanza, abatido tras sufrir tan brusco revés en su nueva estrategia comunicativa.

Estaba claro que no había forma de contentar a nadie, a unos les parecía tibio, aburrido y demasiado equidistante, y a otros un revolucionario desfasado y antisistema que sólo pretendía derribar el orden establecido por el mero placer de hacerlo, por lo que, en conclusión, era mejor dedicarse a una actividad menos arriesgada para su autoestima y su estabilidad emocional, ¡él, que se había metido a esto de los museos porque pensaba que eran sitios tranquilos y, a decir verdad, un poco taciturnos, alejados del fragor de la confrontación sociopolítica! ¡y ahora resulta que se podían convertir en el escenario de verdaderas batallas ideológicas, mostrándole lo equivocado que estaba!

Aquello sin duda no era para él, debía buscarse un sitio en el que poder sacar partido a sus virtudes comunicadoras pero en el que no existiera el peligro de que una sencilla visita educativa se convirtiera en una ocasión para el conflicto social, por ejemplo, un sitio con animalitos o plantas, y dicho y hecho: agarró sus cosas, salió también él por la puerta no sin antes pedirle a la taquillera que por favor avisase a la dirección del museo de que podía prescindir de sus servicios desde ese mismo instante y se fue a ofrecerlos al vecino jardín botánico…

Esa misma tarde, una vez conocida la noticia, el equipo del museo se constituyó en gabinete de crisis: a la vista estaba que la elección del esperanza, que en un primer momento por su volubilidad y su capacidad de adaptación a las actitudes del auditorio les pareció la mejor opción, había sido un fracaso, y no quedaba otra que tomar una decisión entre las alternativas más opuestas: el nuevo guía tenía que ser o un cronopio o un fama, si bien, en realidad, a nivel teórico la apuesta estaba clara ya que querían que el museo evolucionara, se convirtiera en un espacio de debate y diálogo intercultural, que sirviera para cuestionar la herencia recibida y para construir un futuro más justo, igualitario y sostenible, comprometido también con la diversidad de formas de ver el mundo y de estar en él, en sintonía con la crítica antropológica moderna, y que quienes comunicaran estos mensajes creyeran en ellos y lo hicieran de forma convencida, coherente y persuasiva…

Pero esto les colocaba a su vez ante una difícil disyuntiva: decidir, en un contexto en el que en teoría no se les exigían resultados cuantitativos pero a la hora de la verdad nunca faltaban a su cita con las cifras de visitas anuales y todo el mundo confiaba en que hubieran seguido creciendo como señal de la buena salud de las inversiones públicas en cultura, si podían permitirse, o no, pagar el precio de perder a parte de su público tradicional en caso de defraudar sus expectativas sin lograr sustituirlo inmediatamente por otro más conectado y comprometido con las problemáticas que ahora querían abordar, algo que, por el contrario, sospechaban que les llevaría años de perseverancia y paciencia, en desigual competencia con otras organizaciones y entidades que eran consideradas más legítimas, tenían más camino recorrido en ese terreno, no cargaban con tantos estigmas históricos y no estaban tan limitadas por corsés institucionales…

Metidos en ese laberinto seguían la última vez que hablé con ellos, y les prometí que en cuanto encontrara un rato me acercaría por allí para averiguar si habían salido y cómo de él, a ver si lo consigo, no tengo excusa, ya les contaré…

Y, a todo esto, qué tal le irá a nuestro amigo el esperanza, se preguntarán ustedes: pues ahora mismo ahí está, en el vecino jardín, sudando la gota gorda mientras atiende a una delegación americana que reclama la repatriación del archivo de una famosa expedición científica ilustrada…

Pobre, y eso que él pensaba que entre plantas le iban a dejar en paz…

Ah, y antes de terminar, y por si quieren guiarse mejor que el esperanza en el dédalo ideológico de los museos de antropología, una lectura recomendada para este fin del verano: no dejen de echar un vistazo al último número de la revista del ICOM en España, recién aparecido en la red de redes...

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