El fama había comenzado a leer el libro una semana antes. En él, un antropólogo pretérito describía pormenorizadamente cómo eran las luchas entre las diferentes comunidades shuar amazónicas que en muchas ocasiones terminaban con la reducción de la cabeza del jefe rival y por ello con la concreción de las tsantas, cabezas trofeo muy apreciadas por los museos antropólogicos durante el siglo XX. Le había costado avanzar en la lectura los días anteriores debido a la acumulación de trabajo generada por las vacaciones pero finalmente, y tras despachar algunos trámites relacionados con piezas de su colección, se sentó en la silla ergonómica del despacho, aún con la bata blanca puesta, y retomó la lectura. Era el momento ideal para ello, la rotación de personal impuesta por las medidas para la contención del avance de la Covid provocaba que estuviese solo en las dependencias internas del museo, por lo que el único ruido que le podía turbar era el producido por el transcurrir de una página a otra o el pasar de los coches por la avenida contigua. Disfrutaba del discurrir de las líneas, no le resultaba complicado poner color y forma a lo descrito en aquella publicación de lomo marrón y páginas amarillentas.
Los hombres shuar se reunían en la cabaña más grande del poblado (denominadas malocas), erguida con sólidos postes de madera de namukan y techada con la impermeabilidad a prueba de tormenta tropical que da extender hojas de la palmera cambanaca. Tras trazar sobre el suelo de tierra el plan de actuación sólo restaba elegir quien iba a llevarlo a cabo y todos los ojos se fijaron en uno de los de menos edad, que hacía pocas fechas que había sido aceptado en ese grupo selecto. El autor del libro se había parado en ese momento del relato a describir de forma pormenorizada la indumentaria del joven guerrero: manta (itip), colgantes elaborados de diferentes tipos de semillas y huesos (esantim), gargantilla (nunkutai), corona de plumas (tawasamp) y lanza (nanki). Tras aceptar la misión el shuar se adentró en la selva siguiendo la ruta marcada por sus compañeros más ancianos y que sin duda le haría llegar hasta su presa. Tras caminar varios centenares de metros la frondosidad parecía ser menor y en vez de moverse por el Amazonas casi parecía hacerlo por un gran parque de una gran urbe. De hecho, en un momento dado encontró una gran verja que desembocó en una gran avenida con el nombre de un gran rey pretérito, que recorrió a toda prisa bajo la mirada atónita de los coches hasta llegar, cruzando la calle, a una esquina ocupada por un edificio de otra época para el lector del relato pero más cercana al relator de la historia o su protagonista. Tras entrar en él le costó encontrar entre las vitrinas una puerta abierta, sin duda por descuido, que le permitiese llegar a ese otro universo, esa otra realidad en la cual enseguida vislumbró un gran despacho y en él a alguien sentado en una silla ergonómica, vestido con bata blanca, leyendo con suma concentración un libro de cubierta marrón. Mostrando una gran cabeza y caballera que sin duda sería un gran trofeo, una tsansa tal y como el museo explicaba que se llamaba pocos metros más allá. Por un momento fue consciente de que quizás las cosas no fuesen ya como describía el libro, era extraño pensar que la realidad hubiese cambiado tanto fuera de la aldea y poco para su cultura pero daba igual, había que actuar antes de que aquel hombre de bata blanca terminase de leer el libro, había que representar el relato tal y como se había escrito un siglo antes y evitar que al acabar la lectura quizás se le ocurriese escribir un blog.