La primera vez que vine a España, traía en mi “agenda” varios museos y monumentos importantes: los típicos que tiene en la cabeza cualquier turista extranjero: el Prado, el Reina Sofía, la Sagrada Familia… Mi intención era ver los cuadros de Velázquez, de Goya, de Picasso, etc. Lo habitual. Por fortuna, mi viaje duró un mes y pude recorrer mucho más de España que las típicas ciudades turísticas y conocer iglesias, museos y catedrales. ¡Y vaya sorpresa!
Cada día terminaba fascinado con cada detalle que veía: me detuve a ver cada iglesia románica de Palencia con sus muros pintados (que para mí eran tan exóticas como las iguanas de Cancún para un español); inspeccionaba minuciosamente a las damas íberas (que para mí eran tan foráneas como una pirámide azteca para un europeo); y me maravillaba con las esculturas y bustos romanos, que en mi mente sólo tenían cabida dentro de películas viejas como Ben-Hur o Espartaco.
Recuerdo que la gente me decía cosas como:
-“Una vez que has visto una iglesia románica, las has visto todas.”
O:
-“Las damas íberas son todas iguales.”
Y yo pensaba con una sonrisa interna:
- “Y qué pasa, ¿que no son iguales todas las iguanas de Cancún?”
Sin embargo, entre unas visitas a museos y otras, fui poco a poco encontrándome con una sociedad familiar pero distinta a la mía, y con que despertaba las preguntas más obvias y curiosas para quienes me escuchaban, y con ellas todo un universo de aprendizaje inesperado:
- “Entonces, ¿el congreso es inaugurado por el rey?”-, preguntaba yo.
- “Sí, claro.”
- “Vaya… ¡Qué curioso! Un rey…”
- “Pero entonces, ¿hay territorios que quieren separarse del país?”-, preguntaba yo.
- “Sí, es una movida…”
- “Vaya… ¡Qué raro!”
Sin que yo me percatase de ello, la sociedad española fue sustituyendo a los museos y sus tesoros como el foco de mi atención turística: la forma en la que la gente se abalanzaba sobre las aceitunas en los bares, las discusiones eternas sobre la forma correcta de preparar una tortilla o por una guerra de hace ochenta años…
Así, durante mi primer mes en España, fui conociendo simultáneamente a los españoles y a su patrimonio, y conforme entendía el patrimonio iba entendiéndolos a ellos: La Catedral de Sevilla (enorme y magnífica) me ayudó a entender a quienes se sentían orgullosos de Colón y la colonización de América; el Museo del Prado (con sus pinturas de todos sitios) me hizo entender a quienes afirman que España es una nación única y unida, y el Museo de Historia de Barcelona me hizo entender a quienes afirman lo contrario... Mientras que las iglesias románicas de Palencia me hablaron del campo, la religión y la guerra; y el Palacio Real de Madrid me contó de reyes, princesas y riquezas de otros tiempos.
Un par de años después pude volver a España, esta vez como estudiante de máster. Traía conmigo mucho más tiempo y calma para revisitar el país y conocerlo más allá de los estereotipos que uno aprende como turista. Y pude visitar más sitios y museos que los esenciales, sitios más enfocados al público español que al extranjero. Así fue como me encontré por primera vez con el Museo de Antropología de Madrid, el Museo de Artes Decorativas, o el Museo de América: mucho más enfocados en la actualidad cotidiana que en un pasado arqueológico o artístico.
La sorpresa fue agradable. Era interesante ver cómo los españoles aprendían en sus museos sobre culturas como la mía y, en general, aprendían las cosas más “buenas” sobre ella: los altares de muertos, las vestimentas típicas, las culturas precolombinas, etc.
No obstante, conforme pasaron los meses, entendí que el español medio aprende más sobre el extranjero por lo que aparece en las noticias (que no suele ser muy positivo). Por ejemplo, las preguntas sobre México solían concentrarse en torno a tres temas:
- “La comida española no debe saberte a nada, como no lleva chile…”
- “Es muy duro el problema del narco, ¿verdad?”
- “Tengo unos amigos que viven en Méjico, pero por la violencia están pensando en volverse”.
Es extraño darte de cuenta de que eres un extranjero y de que cargas una serie de estereotipos que tienes que explicar constantemente; que DEBES explicar constantemente, no para combatirlos, sino para hacer que tengan sentido.
Curiosamente, la herramienta a la que más a menudo he recurrido en estos años son precisamente esos museos, los cuales, con sus aciertos y carencias, me han demostrado una y otra vez ser la mejor ayuda para hacer a mis amigos y conocidos entender mi realidad, e irónicamente a la fecha los he visitado más veces que aquellos otros museos “esenciales” que tenía presentes la primera vez que vine.
Pero también descubrí que el entendimiento que aportan los museos sobre una sociedad extranjera es limitado: limitado al espacio que tienen para explicarlas, limitado al conocimiento de quienes hacen las exposiciones, limitado a las piezas de su colección, etc. Así fue como entendí que nos tocaba a nosotros, extranjeros, participar de ellos, tanto como pudiéramos, tanto como si fuéramos una parte más de su mobiliario, para ayudar a convertirlos en un medio de comunicación y aprendizaje útil.
Hoy se habla mucho de los museos y su papel social: De que deben ser un espacio de encuentro, que deben ser reflejo de la diversidad, etc. Pero, en mi realidad (como visitante, extranjero y guía informal,) he aprendido una cosa: ya lo son. Y, para mí, no hay sensación más satisfactoria que ver a un grupo de visitantes españoles comprendiendo de verdad un aspecto de mi cultura, como algo más que una curiosidad exótica o como algo más que un souvenir, sino como parte de mí, de mi contexto y mi persona.