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Discurso ministro de Cultura y Deporte, José Guirao, Premio Cervantes 2018

23/04/2019

Majestades, autoridades, querida Ida Vitale, señoras y señores.

Es para mí motivo de especial satisfacción y orgullo pronunciar por primera vez como Ministro de Cultura y Deporte unas palabras de encomio a la obra que hoy distinguimos con el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes.

No hay en el ámbito iberoamericano un reconocimiento más aplaudido en nuestra lengua, y por ello este galardón remata los sucesivos honores que Ida Vitale ha venido cosechando a ambos lados del océano.

Para el jurado, el Premio Cervantes reconoce en su lenguaje «uno de los más destacados y reconocidos de la poesía actual en español, que es al mismo tiempo intelectual y popular, universal y personal, transparente y hondo». Encumbra su trayectoria y nos recuerda entonces que en cada país de habla española sus libros son patrimonio artístico de todos sus lectores, de todos nosotros.

Ida Vitale se cría en Montevideo, en un entorno familiar cultivado, de raíces italianas, que valora y promueve la educación y la igualdad, dentro de un país integrador, poroso, que goza de una democracia ejemplar y favorables condiciones económicas en los años veinte y treinta. En esos años infantiles la poesía irrumpió para convertirse en un designio.

Ella misma lo ha contado: aquella niña debe leer el poema «Cima», de Gabriela Mistral, y no alcanza a entenderlo; sin embargo, ese supuesto “error pedagógico” a su vez le impone un misterio. Se trata del misterio de la verdadera poesía que en su desciframiento nunca queda del todo revelada al plantear otros misterios continuados. Decenios después supo describir perfectamente para sus lectores aquella iniciación: «la poesía busca sacar de su abismo ciertas palabras que puedan constituir el tejido de cicatrización en el que todos andamos sin saberlo».

En años recientes Ida Vitale ha venido reiterando, en Iberoamérica y España, la importancia de aquel momento germinal y de su estímulo por un medio propicio, que había dado en su país a Juana de Ibarbourou, Delmira Agustini o Sara de Ibáñez, para referirse a la necesidad urgente de que esa misma experiencia pueda verse repetida en la formación de los niños y niñas en los colegios de hoy, de que la atención continuada y las precisas preguntas que expone la poesía permitan no sólo desarrollar una inteligencia feliz, sino nutrir la propia conciencia en este mundo actual que amenaza con nuestra paulatina deshumanización.

A este respecto se refirió el escritor y Académico José María Merino en el VII Congreso Internacional de la Lengua Española recientemente celebrado en Córdoba, Argentina. Allí sostuvo que en los programas no sólo debe incluirse metódicamente la información acerca de las dimensiones universales de nuestra lengua, sino que convendría utilizar textos literarios panhispánicos como material de apoyo a lo lingüístico, y subrayó: “Acaso nuestros países no desempeñen el papel que corresponde a otros en los aspectos tecnológicos e industriales, pero sin duda en el orden de la creación literaria no tenemos nada que envidiar a ninguna otra cultura, sino que hemos sido y somos creadores de muchas obras importantes”.

Con paciencia y constancia la referida revelación poética fue acrecentándose en Ida Vitale, como era natural en una lectora voraz, “codiciosa de libros”, y que comenzó a escribir pronto, a medida que fue haciendo suyas las tradiciones y obras de incontables pensadores, narradores y poetas al recordarlas por necesidad. Entre ellos destacadamente muchos poetas españoles que la nutrieron en ese entonces “completaron su lengua” A ellos les debe no haberse sentido nunca extranjera en España. Pero su curiosidad fue ensanchándose, y gracias a las lecturas de Carroll, Stevenson, Dickens, Las mil y una noches, y sobre todo de Selma Lagerlöf en sus primeros años, y a otras muchas posteriores, no sólo pudo hacer suyo el mundo entero, pues Ida Vitale nunca se ha sentido perteneciente en exclusiva a la cultura de su país o sólo a la de nuestro idioma, sino también concluir inevitablemente que “las fronteras son un artificio que la cultura debe corroer y no ahondar”.

En las oleadas inmigratorias de españoles, de la diáspora judía, de franceses y de italianos que llegaron a la República Oriental del Uruguay en siglo XIX y potenciaron, afirma nuestra poeta, el dinamismo espiritual de su país, dinamismo encarnado, por ejemplo, en el autor de Los cantos de Maldoror (el montevideano Conde de Lautréamont), arribó uno de los abuelos sicilianos de Ida Vitale, garibaldino y por ello exiliado a tierras americanas.

Este abuelo le legó el inconformismo, la incorruptibilidad y la exigencia, y la disposición de la apertura a lo distinto, pero también, de algún modo, la antorcha del exilio. Sobre este “yendo y viniendo” de Aldana que al cabo sería también su destino, escribe Ida Vitale en uno de sus poemas más celebrados:

Están aquí y allá: de paso,

en ningún lado.

Cada horizonte: donde un ascua atrae.

Podrían ir hacia cualquier grieta.

No hay brújula ni voces.

Cruzan desiertos que el bravo sol

o que la helada queman

y campos infinitos sin el límite

que los vuelve reales,

que los haría casi de tierra y pasto.

La mirada se acuesta como un perro,

sin el tierno recurso de mover una cola.

La mirada se acuesta o retrocede,

se pulveriza por el aire

si nadie la devuelve.

No regresa a la sangre ni alcanza

a quien debiera.

Se disuelve, tan solo.

Dos poetas españoles del exilio republicano, José Bergamín y el premio Nobel Juan Ramón Jiménez, tan distintos, habrían de ejercer una influencia literaria, intelectual y moralmente determinante en su obra, una obra que no fue precoz, insiste nuestra poeta, aunque sí fuera precoz la sensatez de la duda, la rigurosa aplicación precisa de los medios a los fines y la curiosidad que la han acompañado desde siempre.

Amparada por aquellos magisterios que calurosamente refrendaban sus esfuerzos tras la publicación de sus primeros libros de poesía, y a la par de la fundación de importantes revistas con otros escritores, críticos y poetas contemporáneos que tenían también por referente al narrador y Premio Cervantes Juan Carlos Onetti, Ida Vitale ejerció asimismo una amplia y ejemplar vertiente crítica, llamando la atención de los lectores sobre los escritos de autores poco reconocidos entonces, como fue el caso de Felisberto Hernández, al que difundió decisivamente más allá del ámbito de nuestra lengua.

En esos lustros en que viajó a España y Francia y otros países, también incursionó en el teatro uruguayo con la traducción de obras de Bontempelli, Pirandello, Brecht o Vian, entre otras, lo que estableció un dilatado vínculo con la escena que fue ampliando el registro e intereses de una obra cuya divisa podría ser esta:

Lección de la saxífraga:

florecer

entre piedras,

atreverse.

Aquellos decenios de intenso y enriquecedor intercambio cultural, intelectual y poético en una América en “discordancia viva e irreducible”, como ella misma sostiene, tocaron a su fin cuando la situación política de su país, como en la de tantos otros americanos de su entorno, fue deteriorando la convivencia en todos los órdenes.

En 1974 se vio forzada al exilio con su marido, el poeta Enrique Fierro, a México. Allí, junto con otros poetas, escritores e intelectuales uruguayos, fue generosamente acogida por el medio cultural que en periodos distintos recibiera al narrador guatemalteco Augusto Monterroso, al escritor venezolano Alejandro Rossi, a la poeta argentina Elena Jordana o al poeta español Tomás Segovia, amigos todos ellos de Ida Vitale, y de cuya estrecha relación da cuenta en sus deliciosas memorias de esos diez años de destierro, Shakespeare Palace.

Su dilatada residencia en Estados Unidos posteriormente, con periódicas visitas a su país una vez restaurada la democracia, no hizo sino consolidar esas relaciones en todo el orbe iberoamericano, donde la coherencia interna de su obra poética se ha ido imponiendo a lo largo de los años y sucesivas generaciones.

Ida Vitale ha escrito que “la amistad ayuda a arrancarnos de la aridez sin la cual no se encuentra la fuerza para aceptar y gozar de la belleza de otros de los misterios, la música o la pintura”, sus otras dos pasiones estéticas. Repetidamente ha puesto en página, en poemas, ensayos y varia invención, las gratitudes que le han deparado la pintura de Chardin, de Patinir, de Morandi, tan afín a su poesía, o las composiciones musicales de Biber o de Schütz.

“No sé si será muy aventurado decir que, en un plano muy íntimo, muy esencial, esa libertad donde el objeto alcanza algo como la eternidad —escribe en su Léxico de afinidades—, después de la perfección técnica de sus aguafuertes, la logra Morandi en sus acuarelas finales. Allí la sustancia y las formas se adelgazan y reducen en increíble concentración, libres hasta del espacio que las sostiene”.

Sin embargo, en otra entrada de ese mismo libro confiesa: “Debo admitir que nunca raptos de sometimiento a la belleza han sido tan absolutos como ante sucesos de la música. A veces la atracción de un retrato —que comparte el modelo y lo extraordinario pictórico— nos lanza el anzuelo y duele arrancarlo (¿Antonello de Messina, Durero?). A veces un paisaje, ese verde azul de las aguas de Patinir, el caos dorado de un cielo de Turner, conmueve para siempre. Pero esa necesidad de respiro hondo, esa expansión del pecho que se siente vacío, ese seguir con nuestra ánima un ascenso al que no podemos sustraernos, ese “no tolerar más tanta belleza”, sin análisis posible, sólo ante la música. Sólo dentro de la música”.

Su poesía experimental y clásica, crítica con lo hecho y lo que se está haciendo en la tradición literaria, con la moral y la política dominantes, que busca el sobresalto dentro y fuera del poema, poesía tan depurada que podría parecer intelectualizada pero que en realidad “está transida de un encanto secreto” gracias a un “lirismo herméticamente contenido”, y en conversación interrogativa con otras criaturas, sean o no humanas, es una conjunción de agilidad y ensueño, juego y rigor, precisión y misterio, porque en ella importa tanto lo dicho como lo que se deja sin decir.

Por su poesía Ida Vitale es una “quintacolumnista de los ángeles”, en feliz expresión de su amigo y compatriota el filósofo Carlos Pereda, quien nos recuerda que en la obra de ella “hay otro modo de usar las palabras, ajeno a la dictadura palabrera, otro modo de pensar fuera del vértigo simplificador”. Para Ida Vitale el poema, según una de sus posibles y provisorias definiciones, es la interrupción noble del silencio:

En el aire estaba

impreciso, tenue, el poema.

Imprecisa también

llegó la mariposa nocturna,

ni hermosa ni agorera,

a perderse entre biombos de papeles.

La deshilada, débil cinta de palabras

se disipó con ella.

¿Volverán ambas?

Quizás, en un momento de la noche,

cuando ya no quiera escribir

algo más agorero acaso

que esa escondida mariposa

que evita la luz,

como las Dichas.

En 2015 publicó una antología con un título no exento de su habitual sentido del humor: Cerca de cien, la cual incluía mucho más que un centenar de poemas. En pocos años podremos celebrar con ella su siglo, todo suyo. Mientras tanto, el más alto homenaje necesario, el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes con el que reconocemos su obra para otros siglos venideros.

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