El ascenso al trono español de la dinastía borbónica al comienzo del siglo XVIII supone una reorganización de las relaciones entre España y los territorios americanos. La Corona rediseña el modelo de dependencia económica, política, militar y religiosa de sus territorios. El objetivo es afianzar el dominio de la metrópoli sobre las colonias, terminar con la autonomía de facto que se desarrolló bajo los reinados de los Austrias y conseguir una posición económica desahogada para mantener su estatus de potencia en un cambiante y bélico contexto internacional.
La centralización administrativa, el aumento de la presión fiscal, la prohibición de acceder a los españoles americanos a cargos de representación, el control de los cargos eclesiásticos y militares, el reforzamiento del monopolio comercial, la segunda conquista por parte de los mercaderes españoles y el control del los cabildos municipales, son las medidas más importantes y a la postre el caldo de cultivo del malestar que recorre el continente, desde La Luisiana hasta Tierra de Fuego, durante los últimos años del siglo XVIII.
Las reformas buscan devolver a los territorios americanos su papel como suministradores de materias primas y metales preciosos; y ser el destino o mercado de las exiguas y poco competitivas manufacturas peninsulares. Con esta reorganización, el rey Carlos III (Madrid, 1716-Madrid, 1788) apuesta de manera personal por retornar al desequilibrio económico, administrativo y social instaurado desde los primeros años de la conquista.
En 1783, Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda y embajador de España en Francia, dirigió un Dictamen reservado al rey Carlos III, con motivo de la independencia de los Estados Unidos, en el que proponía el establecimiento de tres infantes en México, Perú y Tierra Firme. El rey de España se convertiría en emperador y se contentaría con la soberanía de las Islas de Cuba y Puerto Rico, y el pago de tributos y el control de comercio. Pero este proyecto del conde de Aranda no llegó a ver la luz