La fascinación por Oriente de Occidente data de tiempos remotos, y el Egipto faraónico no fue una excepción. Ya en un libro de cetrería, escrito en 1386 por Pedro López de Ayala (†1407), se señalaba que los boticarios curaban con preparados de momia las heridas de los halcones y, en el reinado de Felipe II, se pusieron de moda los remedios curativos con "polvo de momia". Así, un médico de la Corte, Bernardo de Quirós, y un botánico erudito de la talla de Andrés de Laguna los recetaban mezclados con vino. Era la época en la que Alí Pachá, almirante de la flora turca que combatió en Lepanto (1571), embarcó una momia como amuleto de buena suerte, o cuando el papa Sixto V mandó volver a erigir en Roma varios obeliscos egipcios, que alcanzarían el número de ocho durante las siguientes centurias.
A inicios del siglo XIX, la invasión napoleónica de Egipto (1798-1801) reactivó un comercio y contrabando de antigüedades que nunca había cesado, pasando muchas piezas a museos reales, academias y colecciones privadas durante el llamado "siglo de los historiadores".
Mientras tanto, con los descubrimientos de Petra (1812), Troya (1871) y Micenas (1786), o la exhumación de las maravillas de Babilonia (1899-1917), todo el Mediterráneo oriental y el cercano Oriente se llenaban de expediciones arqueológicas organizadas por las grandes potencias coloniales de la época—Alemania, Francia y Reino Unido—para nutrir sus museos nacionales o satisfacer la curiosidad de algunos de sus magnates.
Entre 1908-1914 el arqueólogo británico Howard Carter y su mecenas, lord Carnarvon, excavaron en distintos yacimientos tebanos, pero la I Guerra Mundial truncó tales trabajos de campo. Sin embargo, el periodo de Entreguerras fue aprovechado para continuar con unos trabajos que parecían no alcanzar las expectativas deseadas. De este modo, hacia 1921, el Comité de la Sociedad de Exploraciones Egipcias de Londres se lamentaba: “parece cada vez más difícil, de hecho casi imposible, suscitar en el público el interés por la arqueología en general, y por la arqueología egipcia en particular, que sentimos que debería haber en éste nuestro país”.
Poco tiempo después, el 4 de noviembre de 1922, Carter descubrió en el Valle de los Reyes lo que sería la tumba de Tutankhamón. Ufano, se apresuró a escribir a lord Carnarvon: "Por fin he hecho un descubrimiento maravilloso en el Valle: una magnífica tumba con sellos intactos; la he vuelto a recubrir, dejándola como estaba, a la espera de que usted llegue. Felicidades”.
La apertura oficial de la tumba aconteció a finales de noviembre siguiente y, en vísperas de Navidad, el 22 de diciembre de 1922, este fabuloso hallazgo fue dado a conocer a la prensa británica y mundial, e incluso se ofreció la posibilidad de que asistieran a tal evento un grupo de altas personalidades en Luxor. Pocos meses después, el 17 de febrero de 1923, se abrió la puerta sellada que daba acceso a la cámara funeraria. El resto ya forma parte de la memoria colectiva de un mundo inmerso en los felices años veinte y que necesitaba olvidar los horrores padecidos recientemente.
Aunque el primer periódico que se hizo eco de esta ansiada noticia fue el Times londinense, de inmediato, todos los medios de comunicación del momento notificaron tan formidale hallazgo. En España, el ABC, Liberal, Informaciones y otros periódicos, le dedicaron páginas completas.
Howard Carter se convirtió en una celebridad mundial y la madrileña Residencia de Estudiantes acogió por unos días sus conferencias, en noviembre de 1924 y mayo de 1928, promovidas por el Comité Hispano-Inglés presidido por el duque de Alba, quien lo alojó en su palacio de Liria. A tales conferencias, impartidas en inglés, pero acompañadas por proyecciones cinematográficas y traducciones de las charlas al español, asistieron lo más granado de la alta sociedad madrileña, acompañando a los políticos, al cuerpo diplomático y a la propia Casa Real. Mientras tanto, en España tuvo un nuevo éxito la frívola zarzuela La Corte del Faraón (estrenada ya en 1910).
Los trabajos en la tumba se prolongaron hasta noviembre de 1930. Durante las nueve campañas arqueológicas, los objetos que componían el ajuar funerario de Tutankhamón se trasladaron al Museo Egipcio de El Cairo: más de 5000 piezas, incluida la icónica máscara funeraria de oro macizo de Tutankhamón.
Pues bien, en toda esta fascinante historia se cruzó la vida de María González de Quintanilla, futura III marquesa-consorte de Torrelaguna (1884-¿1972). Sus suegros fueron el I marqués, Martín Esteban y Muñoz (†1899), senador vitalicio y diputado a Cortes, cofundador del Banco de España que financió la Restauración borbónica, quien emparentó con Benita Fernández de Pozo, nieta de los condes de la Corte. Luis Esteban, su segundo hijo y III marques de Torrelaguna desde 1952, se casó con una rica heredera mexicana, la protagonista de nuestra historia, mucho antes de heredar el título. Su vida en común duró poco tiempo, divorciándose a los pocos años, viviendo doña María en el extranjero, junto con su única hija y heredera Julia Esteban González de Quintanilla. Establecidas en París, madre e hija, sus viajes son constantes para veranear a San Sebastián o tomar las aguas de Mondariz, rodeándose de lo más selecto de la alta sociedad y de la intelectualidad de su tiempo.
Parece que María estaba fascinada por el exotismo de los países islámicos porque en 1915 ya hizo turismo por Tetuán, entonces bajo Protectorado español. En todo caso, a comienzos de febrero de 1922, ya encontramos a esta aristócrata en Egipto, de crucero por el Nilo y asistiendo a un ágape en el Palais de Giza, el nuevo museo que hacía las delicias de los amantes a las antigüedades.
Es más, la noticia del descubrimiento de la tumba de Tutankhamón despertó aún más la curiosidad de esta dama y de su hija. En marzo de 1923, de nuevo juntas visitaron el Valle de los Reyes. Estuvieron semanas y se trajeron un buen raudal de recuerdos de su crucero por el Nilo o las cenas de sociedad; más de un centenar de postales costumbristas; fotografías en parajes arqueológicos, como la Esfinge y la Gran Pirámide; el templo funerario de Ramsés III o el templo de Luxor; así como unos retratos de estudio de su joven hija realizados por el famoso fotógrafo armenio Aram Alban en la ciudad de Alejandría.
De entre todas ellas destacamos las instantáneas que recogen el traslado de objetos de la tumba: una arqueta de madera (Museo de El Cairo JE 61454) y un busto de madera del faraón (Museo de El Cairo JE 60722), esta última bajo la atenta mirada de Howard Carter.
Curiosamente, sabemos que una de las lecturas preferidas de madre e hija sería la novela policiaca Muerte en el Nilo (1937), de la famosa escritora británica Agatha Christie.
En 1968, símbolo de la intensa colaboración arqueológica hispano-egipcia, Egipto regaló a España el templo de Debod, uno de los cuatro que salieron rumbo a Occidente como resultado de la participación española en la campaña de salvamento de la Unesco en Nubia por la construcción de la presa de Asuán. La marquesa viuda de Torrelaguna muere hacia 1972, precisamente cuando se abre este monumento al público junto al Parque del Oeste, en Madrid.
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