Pocos acontecimientos de nuestra historia común han sido tan determinantes para el destino de España como las Comunidades de Castilla (1520-1522), que marcarían un antes y un después en el rumbo político de los reinos hispánicos.
Tiempo de mudanzas, de tensiones, de gestas épicas y de frustraciones; el ocaso del Renacimiento coincide con la primera circunnavegación de la Tierra por Magallanes y Elcano, con la conquista de México por Hernán Cortés, y con el empeño en la empresa imperial de un joven monarca flamenco autoproclamado rey Castilla y Aragón, en tanto de Soleimán I el Magnífico es proclamado sultán del Imperio Otomano y en Alemania Martín Lutero se declara en abierta rebeldía con respecto al Papa de Roma.
En Castilla, la situación era explosiva. A las sempiternas luchas de linajes y facciones políticas para ganarse el favor del monarca, se suman a las rivalidades entre la aristocracia (en ocasiones debido a tensiones enquistadas desde tiempo atrás), las epidemias o crisis de subsistencias, así como la propagación negros presagios predicados por agoreros y visionarias. Además, la empresa imperial a la que estaba predestinado Carlos I requería una suma fabulosa de dinero y los castellanos no estaban conformes con soportar la mayor parte de la carga fiscal.
Solo parecían unir a los regnícolas las críticas a la codicia de los cortesanos extranjeros o la necesidad de tener próximo un soberano, que estaba empeñado en viajar a sus posesiones centroeuropeas.
No se trataba de una pugna entre la tradición y la modernidad, si no de que, en la encrucijada del Renacimiento convive el viejo orden medieval que se resquebrajaba con el nuevo mundo que todavía no había eclosionado. Esta tensión generaba un sinfín de inquietudes, que se tradujeron en revueltas campesinas, rebeliones urbanas, bandos nobiliarios, prejuicios anticonversos e intrigas cortesanas. Su universo mental y su percepción sobre la realidad cambiaba de manera acelerada y generaba frustración, marginación, miseria y desesperación.
La alta nobleza castellana, que se considera marginada en la corte por flamencos y borgoñones, en los primeros meses de la revuelta se muestra remisa a actuar con contundencia, e incluso simpatiza con muchos de sus planteamientos. En palabras de Manuel Azaña, luego interiorizada por Joseph Pérez: “Al brazo militar, o sea, a los grandes y caballeros, les importaba que el César venciese, que no venciese demasiado, y que no venciese en seguida”.
Muestra de esta actitud ambivalente, cuando no connivencia, de parte de la nobleza andaluza con los comuneros es la correspondencia cruzada entre el regidor toledano Hernando Dávalos con el duque de Arcos comentando la tensión política del momento, a fines de 1520 [Osuna, c. 1635, d. 95-96]. En esas mismas fechas, el Condestable de Castilla, escribe a Rodrigo Ponce de León, duque de Arcos, advirtiéndole que debía mantener la paz en su estado señorial y anunciándole la próxima llegada del rey [Osuna, c. 1635, d. 89-90].
Conforme avanza la rebelión, de manera intencionada o no, muchos de los titulares del reino se muestran partidarios de Carlos V, mientras sus herederos evidencian veleidades procomuneras. Es el caso de las Casas de Mendoza (el duque de Infantado y el conde de Saldaña), los Girón (el duque de Osuna y el conde de Ureña), los Ponce de León (duques de Arcos) o los Fajardo (marqueses de los Vélez); aparte de otros señores de vasallos menores. Inequívocamente proimperiales se mostraron otras familias de poder como los Álvarez de Toledo (duques de Alba), los Zúñiga (duques de Béjar) o los Álvarez de Toledo (duques de Alba), casi siempre porque sostener la causa carolina cimentaba su propia autoridad.
Tras el incendio de Medina del Campo por el ejército imperial es casi unánime la indignación de las ciudades castellanas [Osuna, c. 1635, d. 211]. Todavía a fines de 1520, una carta enviada desde Montilla por don Francisco Pacheco al duque de Arcos, comenta la noticia que circulaba en Córdoba sobre que “çiertos mercaderes de allá [Castilla] traen más miedo que mercaduría porque en Medina no la hallaron ni de Burgos an venido a vender ni a pagar ni reçibir en cambios hasta agora” [Osuna, c. 1635, d. 4 (58-b)].
En el momento más álgido del conflicto entre el rey y el reino, una carta escrita por Adriano de Utrech al soberano explicita cuáles son sus apoyos:
“Es cosa de maravilla que en toda Castilla la Vieja apenas hay lugar en donde pudiessemos estar seguros y que no se adheresca y junte con los otros rebeldes. Los Grandes nos ofrecen sus lugares: el conde de Benavente, el duque de Albuquerque, el marqués de Villena y el Condestable; pero, a opinión de todos, si nos fuesemos a lugar de señorío más se alboratarían las Comunidades y no sería honra ni servicio de Vuesa Majestat, porque pareceria que seriamos echados de su tierra. También nos conbida el duque del Infantadgo a Guadalaiara” (14/09/1520, Valladolid).
Antes la envergadura del reto planteado desde Castilla y Valencia, en otoño de 1520, el césar Carlos creó un cuerpo nobiliario equiparable a los caballeros del Toisón de Oro. Los linajes beneficiados fueron las Casas de Enríquez (Almirantes de Castilla y condes de Melgar), los Velasco (Condestables de Castilla y duques de Frías), los de la Cueva (duques de Alburquerque), los Zúñiga (duques de Béjar y condes de Miranda del Castañar), los Pacheco (marqueses de Villena y duques de Escalona), los de la Cerda (duques de Medinaceli), los Guzmán (duques de Medina Sidonia y señores de Sanlúcar), los Álvarez de Toledo (duques de Alba de Tormes), los Mendoza (duques del Infantado), los Pimentel (conde-duques de Benavente), los Sandoval (marqueses de Denia), los Córdova (marqueses de Priego de Córdoba y condes de Cabra), los Castro (condes de Lemos), los Manrique de Lara (duques de Nájera y marqueses de Aguilar de Campoo), los Osorio (marqueses de Astorga). Además de tres estirpes aragonesas: la Casa de Aragón (duques de Segorbe y Villahermosa), los Borja (duques de Gandía) y los Folch de Cardona (duques de Cardona); así como la Casa de Navarra (condestables de Navarra y condes de Lerín).
El 9 de septiembre de 1520 se nombran cogobernadores de Castilla, junto al cardenal Adriano, a los dos magnates castellanos con dignidades militares honoríficas: el Condestable Íñigo Fernández de Velasco (1512-1528), II duque de Frías y IV conde de Haro. Así como el Almirante Fadrique Enríquez de Velasco (1505-1538), III Conde de Melgar y IV señor de Medina de Rioseco, localidad vallisoletana famosa por sus ferias [sus nombramientos en Torrelaguna c. 2, d. 28].
Mientras que el Condestable se mostró duro con los Comuneros, que asolaron su estado señorial [Frías, c. 528, d. 20]; el Almirante fue contemporizador con las principales reivindicaciones de los levantados en armas, aunque temiese el cariz antiseñorial del movimiento [Osuna, c. 1635, d. 215].
Otro noble importante en el tablero político de la época fue Luis López de Mendoza y Pacheco, II marqués de Mondéjar y III conde de Tendilla (1521-1578), además de Capitán General del Reino de Granada, quien sostuvo que la Chancillería de Granada no debería juzgar a los comuneros porque “las cosas de esta calidad y en este tiempo… las ha de entender y determinar cavalleros y no letrados ni leyes”. No obstante, su papel fue básico para acabar con la revuelta en Baza, Huéscar, Ronda, Úbeda, Baeza y Cazorla [Osuna, c. 1635, d. 4 (30 y 74)]. Sin embargo, fracasó en su empeño porque Carlos V indultase a su hermana María Pacheco, esposa de Juan de Padilla y alma de la rebelión en la ciudad de Toledo, cuya llama mantuvo viva hasta febrero de 1522.
En el Archivo Histórico de la Nobleza se custodian actualmente buena parte de los fondos patrimoniales de las Casas del Infantado, Osuna, Mondéjar, Tendilla, Béjar, Frías, Denia, Gandía, Cardona y Aguilar de Campoo. Unos archivos señoriales donde pueden contextualizarse las razones para optar por la causa imperial, valorar la cuantía de sus apoyos o analizar los réditos políticos y económicos de su fidelidad.
Por ejemplo, se pueden documentar los daños ocasionados por el obispo Acuña al V duque de Benavente, tanto en la villa del Portillo como en las fortalezas de Cigales y Torremormojón [Osuna, c. 522, d. 24]. Así como la labor del Condestable de Castilla hasta pacificar Burgos [Osuna, c. 1635, d. 198], pero también las fuertes sumas de dinero pedidas prestadas para servir al soberano [Frías, c. 22, d. 5]; o la concesión en 1522 por los gobernadores de Castilla, en nombre de Carlos V, a Juan de Tovar, segundogénito del Condestable de Castilla, del regimiento en Toledo que había ostentado Juan de Padilla hasta ser ejecutado [Frías, c. 22, d. 7].
El 23 de abril de 1521, la batalla de Villalar había supuesto el canto del cisne de la revuelta comunera. Unos rebeldes que luego ensalzarían los historiadores liberales del siglo XIX, considerándolos héroes o mártires de la lucha por las libertades castellanas.
Manuel Azaña. “El «idearium» de Ganivet” en Azaña, Manuel. Plumas y palabras [1930]. Barcelona: Crítica, 1976, pp. 9-84.
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Juan Ignacio Gutiérrez Nieto. Las comunidades como movimiento antiseñorial: la formación del Bando Realista en la Guerra Civil castellana de 1520 1521. Barcelona: Planeta, 1973.
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