El bizcocho era una torta dura y seca que resultaba de una doble cocción del pan, hecho con harina de trigo y poca o ninguna levadura, capaz de aguantar más de un año y hasta dos si las condiciones eran las adecuadas.
Junto con el vino y el aceite eran “lo prinçipal que a menester”, tal y como reza la lista de bastimentos embarcados en la expedición liderada por Fernando de Magallanes, que zarpó del puerto de Sevilla en 1519.
Los bizcochos constituían la dieta básica de los viajes oceánicos, completada con legumbres secas, queso, tocino, carnes y pescados secos; algunas frutas y frutos secos; aceite, ajos y cebollas para cocinar; vinagre, sal, azúcar y miel para aderezar los platos; y la bebida: agua y vino.
En el caso que nos ocupa, o sea, los bizcochos que circulaban en la Sevilla del siglo XVI, se podían adquirir en las panaderías de la ciudad, aunque con el tiempo se impuso la compra al por mayor, allí donde se producía la materia prima, como los molinos ubicados en el término municipal de Alcalá de Guadaíra.
No obstante, nada sabemos de la procedencia de los que se compraron para la expedición de Magallanes. En un principio la Casa de la Contratación propuso la adquisición de 3.000 quintales, cantidad que luego se redujo 2.174 quintales y 3 arrobas, quizás por ajustarse al presupuesto y al número de tripulantes contratados. Todo por 372.510 maravedíes.
Si atendemos a los cálculos ideales que recoge la citada lista de víveres, debían durar 756 días en razón de una libra por persona y día —algo menos de 500 gramos—, aunque la pérdida de parte de la carga a consecuencia de la humedad, el moho y hasta los gusanos y roedores dificultaron su conservación. En noviembre de 1520 lo que quedaba “no era pan, sino un polvo mezclado de gusanos que habían devorado toda su sustancia, y que además tenía un hedor insoportable por hallarse impregnado de orines de rata”.
Su fácil conservación y acarreo lo convertían en un alimento idóneo para los largos viajes, susceptible de complementarse con una porción de queso o tocino y algo de vino.
En los barcos se podía cocinar, salvo que el mar lo impidiese, de ahí que la ración diaria incluyese un guiso o plato principal, al que acompañaban el bizcocho y el vino. Asimismo podía convertirse en un ingrediente más: Ajo y tocino refritos en aceite y algunos pedazos de bizcocho, previamente remojados en agua, ofrecían un plato similar a las migas o gazpachos pastoriles, que podían enriquecerse con trozos de carne seca o pescado.
En los días cálidos apetecería un plato fresco que sumase a los bizcochos remojados unos ajos machados, aceite, vinagre, sal e, incluso, unas almendras trituradas; o sea, el ajoblanco o la mazamorra cordobesa. De hecho, este último término solía utilizarse para cualquier cocinado que implicase la mezcla de bizcochos deshechos, agua, algunas legumbres secas y lo que pudiera añadírsele, común cuando los víveres escaseaban o se deterioraban. Tal era el trance al que se veían avocados los marineros.
La exposición Sabores que cruzaron los océanos, que tuvo entre sus sedes al Archivo de la Real Chancillería de Valladolid (2018) y el Archivo General de Indias (2019), versó sobre la gastronomía española del siglo XVI y su encuentro con la gastronomía filipina a través del patrimonio documental.
A la exposición de facsímiles de calidad y recursos didácticos sumó un trabajo de investigación y recuperación de recetas históricas, gracias a la colaboración de cocineros profesionales y aficionados. Este último ha sido el caso de los bizcochos.
Tras un análisis de las referencias documentales y bibliográficas a la comercialización del trigo y la producción de bizcochos a comienzos del siglo XVI, completado y comparado con las técnicas tradicionales de elaboración de panes similares, se ofrece la siguiente receta:
El bizcocho podrá conservarse en lugar seco durante mucho tiempo y, de hecho, aunque se vuelve quebradizo no pierde su sabor, de ahí que se convierta en un ingrediente idóneo para otras elaboraciones.