28/11/2019
El Museo Nacional del Romanticismo abre mañana al público la muestra Teje el cabello una historia. El peinado en el Romanticismo, sobre el peinado y los usos del cabello en el siglo XIX. Más de noventa obras permiten al visitante acercarse a la evolución de los peinados femeninos y masculinos en la época, a los arreglos del vello facial de los hombres, así como al uso sentimental del cabello durante el Romanticismo.
Entre los objetos más curiosos destaca un mechón de cabello del escritor y periodista Mariano José de Larra, que no se exhibía desde 2010, cuando ingresó en la colección del museo procedente del legado familiar. Sobresalen también las obras de algunos de los autores más relevantes del siglo XIX, como José de Madrazo y su hijo Federico de Madrazo, Antonio María Esquivel, Valentín Carderera o Rafael Tegeo, del que se exponen dos retratos de reciente donación.
La exposición se compone, además, de piezas de joyería, abanicos, miniaturas, grabados, dibujos y otros objetos relacionados con el peinado, como un juego de rizar el cabello compuesto por calentador, rizador, tenaza y separador de pelo.
El peinado, una forma de distinción social
Junto con joyas o vestidos, el peinado fue durante el Romanticismo una forma de distinción y representación social. Los complicados peinados de las damas de la alta sociedad se dejaban en manos de diestros peluqueros, mientras las clases populares recurrían a arreglos más sencillos.
El siglo XIX desterró la peluca y dio paso a los arreglos del cabello. Desde finales de la década de 1820, el peinado femenino se fue complicando, sobre todo para los bailes, y ganó en altura paulatinamente, a veces ayudado por armazones de alambre —como ocurría con el peinado jirafa—, o añadiendo adornos, en ocasiones muy elaborados, que llegaron a implicar la colocación de aves del paraíso en la cabeza de las damas.
Las modas se sucedieron rápidamente, dejando caer mechones a los lados del rostro, que se crespaban, cardaban o rizaban con ayuda de papillotes y tenacillas. Sobre la frente caían pequeñas joyas, que denominaron el peinado ferronnière —en alusión al cuadro de Leonardo da Vinci La belle ferronnière—. En la década de 1830 se pusieron de moda los grandes bucles, mientras que los recogidos se encaramaron a la parte más alta de la cabeza.
En la década siguiente, por influencia francesa, se puso de moda el bandós, que dividía el cabello en dos partes, tapando las orejas, y que podía llevarse liso o rizado, combinado con peinados cada vez más bajos, hasta que en los años 60 se colocaban en la nuca.
Las modas no sólo afectaron a las mujeres. El cabello de los hombres también sufrió cambios y evoluciones que afectaron, además, al arreglo y modalidades del vello facial: bigotes, patillas y barbas crecen, se rizan y moldean para configurar la imagen del dandi romántico.
Una de las vertientes más llamativas del cabello en el Romanticismo es la carga afectiva y sentimental de la que se le consideró portador. Se convirtió en un hábito regalar un mechón de pelo como prueba de amor. También se conservaba el cabello de los difuntos, custodiado en cajitas destinadas para ese fin —denominadas guardapelos— y como elemento para la elaboración de joyas o en la composición de cuadros.