Hay que hacer una distinción entre animales que viven junto a las personas, y que podríamos calificar de domésticos, en un sentido amplio, y aquéllos que realmente han visto modificada su conducta “gracias” a la intervención humana. No es, por tanto, de dónde viene sino a dónde ha llegado lo que define a un animal como domesticado. Este proceso se ha presentado, históricamente, como uno de los logros ligados al progreso. Así, se ha creado la conciencia de que los animales han sido puestos en la tierra para “servir al hombre”. Algo que sólo muy recientemente se ha cuestionado de forma radical.
Entendemos por salvajes, aquellos animales que no someten su conducta al dominio del ser humano, por mucho que puedan estar muy próximos a su vida cotidiana. La relación con estos animales salvajes es dual. En bastantes casos se llega a una convivencia, más o menos pacífica, sin modificar su carácter, atrayéndoles a la proximidad del hábitat humano, mientras que, en otras ocasiones, se ha acudido a donde estaban para obtener un beneficio de su presencia cercana. Por otra parte, se ha producido el choque con aquéllos de los que no se ha conseguido sacar un provecho y que, además, suponían un peligro para las personas o sus bienes.
A primera vista, podría parecer que los animales irreales sólo pertenecen a un mundo mítico, no real. Que la mezcla de partes del cuerpo de varias especies reales para componer un resultado híbrido sólo ha existido en la mente de sus creadores, de las personas que creían en ellos y en una abundante iconografía presente en monumentos o en objetos. Pero, además de crear seres fantásticos, en todas las culturas las personas hemos ido cargando de atributos simbólicos a muchos animales, convirtiéndoles a veces en seres totalmente irreales: alejados de lo que son en realidad. Así, hay animales que han sido calificados de buenos, o malos, según la cultura y la religión que ha opinado sobre ellos.
En el afán por hacer atractivas las ideas y las cosas, el ser humano ha recurrido a una variada gama de imágenes que las acompañaran. Para ello se ha servido de todo tipo de elementos entre los que se encuentra la imagen de los animales. A veces, es difícil decidir si los motivos representados tienen algún tipo de intención simbólica, más allá de la de hacer agradable la contemplación de ese objeto. En otros casos, como ocurre con la publicidad o con determinadas “decoraciones” actuales, lo que se busca es la complicidad con la imagen. La decoración se vuelve guiño -no siempre cómplice- con el espectador, al que se le intenta transmitir o sugerir una serie de estados de ánimo o de sentimientos mediante la imagen.