La historia de la ciencia española -de una fecunda intermitencia-, ha sorteado numerosos obstáculos de toda índole a lo largo de los siglos, alumbrando, en su resistencia, cuantiosos hitos: los logros técnicos de la Hispania romana que pervivieron durante la Edad Media; los destellos de genio del periodo visigodo, al-Ándalus y el periodo altomedieval; el desarrollo tecnológico propiciado por la Monarquía Hispánica en la Edad Moderna; el empeño ilustrado que amparó la obra de grandes científicos en el siglo XVIII; y las bases de la nueva política educativa de las postrimerías del siglo XIX que cristalizaría en la Junta para la Ampliación de Estudios, cuyo impulso renovador heredaría el Consejo de Investigaciones Científicas avanzada la segunda mitad del siglo XX.
No es difícil imaginar que los Premios Nobel Santiago Ramón y Cajal y Severo Ochoa habrían aplaudido el artículo 44.2 de la Constitución aprobada en 1978 -de la que se cumplieron 40 años en 2018-, que exhorta a los poderes públicos a “promover la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio del interés general.” Acaso por este mandato, la España democrática ha alcanzado un destacado lugar en su desarrollo tecnológico y científico.
La cultura material de la ciencia no solamente es testimonio tangible y memoria del progreso, sino que se halla conectado, asimismo, con múltiples factores, entre ellos los artísticos. Tal y como afirmó Gaston Bachelard, “la ciencia es la estética de la inteligencia”.