El historiador francés Fernand Braudel en su obra El Mediterráneo, de 1985 nos dice: "Tanto en su paisaje físico como en su paisaje humano, el Mediterráneo encrucijada, el Mediterráneo heteróclito se presenta en nuestros recuerdos como una imagen coherente, como un sistema donde todo se mezcla y se recompone en una unidad original. ¿Cómo explicar esa unidad evidente, ese ser profundo del Mediterráneo?”
Nuestro mar tiene, ante todo, una historia plena de relaciones comerciales pero también de contactos culturales, de mundos diferentes que intercambian mercancías, ideas y valores, siempre para mayor enriquecimiento y poder de cada una de sus sociedades. La oikouméne, la tierra habitada por dioses, héroes y hombres se hace leyenda e historia a lo largo de los siglos. Fenicios, jonios, griegos, romanos, mauritanos, egipcios, todos han tenido un papel importante para la vida de la península ibérica.
En torno al Mare Nostrum hubo numerosas civilizaciones que, a través de este espacio común se unieron, para siempre, con iguales ideologías, creencias religiosas, mitos y ritos, arte y tecnología. Durante el gobierno del emperador romano Augusto (27 a.C - 14 d.C), todo el Mediterráneo y los pueblos que lo habitan tienen a efectos legales y por ser miembros del recién creado Imperio Romano, la misma lengua, la misma moneda, la misma ley, iguales mandatarios e idéntica capital: Roma, la civitas por excelencia, una nueva y magnífica realidad, que se convierte en el modelo a seguir para todas las ciudades. La universalidad de Roma hace que grandes o pequeñas urbes tengan sus propios e importantes edificios civiles y religiosos y todo tipo de infraestructuras para constituirse en las bases de la organización territorial y administrativa. Ellas son quienes sustentan y dan poder durante centurias al gran Imperio Romano.