El mítico imperio de Catay que deslumbró a Marco Polo y que persiguió Cristóbal Colón se halla por fin al alcance de los españoles. Desde los enclaves recién fundados en las islas Filipinas se potencian los intercambios comerciales, que cuentan con la inestimable colaboración de la comunidad china asentada en Manila. Pronto se lanzan a contactar con las autoridades del continente, presentándoles la fe cristiana y el poderío hispánico, aunque se toparán con un imperio mucho más hermético de lo que esperaban. El 11 de junio de 1580, Felipe II escribe al “poderoso y muy estimado Rey de la China, como aquel a quien deseamos el verdadero y eterno bien, salud y prosperidad, con acrecentamiento de buenos deseos”. Informado del buen acogimiento dispensado a lo eclesiásticos que pisan sus dominios, le ruega conceda el mismo trato a los frailes agustinos que envía. Aunque esta embajada nunca llegará a su destino, consta que incluía varios regalos, entre ellos varios relojes confeccionados por Hans de Evalo, similares al que se exhibe
El tornaviaje de los navíos hispanos acerca a sus tripulantes a las costas japonesas, país complejo en el que los eclesiásticos ya han iniciado su actividad. De la mano de estos últimos y, de nuevo, con la colaboración de los mercaderes asentados en las Filipinas, ambas partes propician las misiones diplomáticas. Su resultado es dispar y las relaciones se tornarán tensas, avivadas por las intrigas políticas niponas y por el rechazo a los misioneros cristianos. Si a principios del siglo XVII se acuerda incluso la escala del Galeón de Manila en los puertos japoneses o la organización de una embajada que visitará México y España y culminará en Roma, pronto se alejan las posibilidades de diálogo