Durante todo el siglo XVI el arte de la miniatura siguió produciendo excelentes piezas, las escuelas y artistas más destacados aparecen vinculados a la Real Biblioteca del Escorial, o asentados en la ciudad de Toledo, donde recogían los encargos de la sede primada. Aunque la Corona y la Iglesia continuaron siendo los principales clientes de los miniaturistas, este arte halló nuevos clientes entre los estratos más bajos de la aristocracia española, logrando acomodo en las proximidades de las Chancillerías de Granada y Valladolid y sus respectivas salas de Hijosdalgo.
Aunque aún no existe un estudio definitivo y establecer patrones en este tema es tarea compleja, se considera que "... a partir de los años centrales del siglo [XVI] puede hablarse con propiedad de dos escuelas [Valladolid y Granada], netamente diferenciadas, tanto en la estructura de las decoraciones como en el estilo y en la temática ..." (J. Docampo). La escuela vallisoletana se muestra más arcaizante y sobria, limitando hasta la década de 1570 la decoración al primer folio del documento con motivos del primer renacimiento, mientras que la escuela de Granada se caracteriza por una mayor extensión decorativa, "mayor refinamiento y presencia de modelos formales más avanzados" (J. Docampo).
En la primera mitad del siglo XVII esta actividad comienza a ser practicada por pintores reputados muchos de ellos con taller en Sevilla, como Pacheco, Diego Gómez, o los Herrera. Ello indica que el oficio estaba bien retribuido y que los documentos emanados de los tribunales podían iluminarse en los lugares cercanos a la residencia del cliente y no necesariamente en Valladolid o Granada. La segunda mitad del XVII es para la miniatura documental un periodo de declive, parejo a la evolución de la consideración social del hidalgo. El oficio pasa a desempeñarse por artesanos menores, siendo la miniatura frecuentemente sustituida por dibujos a pluma. Habrá que esperar al advenimiento borbónico para asistir a una revitalización de la miniatura.